15 febrero 2016

Un guinaldés ilustre: Don Domingo Sánchez y Sánchez

El Doctor Don Domingo Sánchez y Sánchez es un ilustre guinaldés, que seguramente no es demasiado conocido, o al menos la mayoría de quienes han oído hablar de él, ha sido en referencia a las excavaciones que hizo en Irueña durante los años 1933 y 1934. Pero en realidad fue una persona con unas cualidades excepcionales para la investigación y con un gran afán por el conocimiento en varias disciplinas: Ciencias Naturales, Histología, Medicina, Etnología, Antropologia...

En el Boletín de la Real Sociedad Geográfica Tomo LXXXV, números 7 a 9 de Julio-Septiembre de 1949 se publicó esta biografía que supongo que resultará muy interesante para gran parte de los lectores.

"SÁNCHEZ Y SÁNCHEZ (D. DOMINGO): Nació el 1º de noviembre de 1860 en Fuenteguinaldo (Salamanca). Existe retrato en el Museo Etnológico Nacional. También aparecieron retratos en Bibliografía Médica Quirúrgica (10 de mayo de 1930); ABC (26 de marzo de 1944; Blanco y Negro (27 de septiembre de 1920); Unión Patriótica (1 de noviembre de 1928), y otras varias.

En su poder, y por tanto, de su familia, había un busto-retrato. Procede de familia de modestos labradores y pasó en las faenas del campo sus primeros años, empezando a estudiar a los quince años de edad, bajo la dirección del párroco del pueblo, D. José Rodón Morante, pasando luego, al morir éste, al Seminario de Salamanca (en otros documentos pone de Ciudad Rodrigo). Era buen estudiante, pero sin vocación para el sacerdocio y con genio poco sumiso. Según le oímos contar, su salida del Seminario se realizó bajando la escalera rodando, peleándose con un compañero, y disponiendo el Rector, al ver lo ocurrido, que siguieran para la calle. 

Incorporados los estudios del Seminario a los del Bachillerato, continuó el grado en el Instituto de Salamanca y poco después en el de Ávila, donde se graduó en junio de 1881, obteniendo el título por oposición como premio extraordinario. 

En Madrid cursó la carrera de Ciencias Naturales, que terminó en junio de 1885. 

Filipinas. —En mayo de ese mismo año había sido nombrado Auxiliar zoológico de la Comisión de la Flora de Filipinas, organismo afecto a la Inspección General de Montes de aquel archipiélago. Aceptó el nombramiento a condición de que le dieran prórroga para terminar la carrera, y habiéndosela concedido y terminado, embarcó en Barcelona en 1º de agosto de dicho año de 1885. En febrero de 1886 quedó cesante por supresión de la plaza, pero cuando se disponía a regresar a la Península fue nombrado para recolectar, ordenar y clasificar los objetos destinados a la Exposición General de Filipinas que había de celebrarse en 1887. Encargad en especial de las colecciones zoológicas, vino a la Península y estuvo dedicado a su instalación y catalogación mientras duró aquel certamen, habiendo sido agraciado con la Encomienda de número de Isabel la Católica, libre de gastos, por estos trabajos. 

En este tiempo de su residencia en Madrid aprobó las asignaturas del Doctorado en Ciencias Naturales. 

En el mismo año de 1887 se creó una plaza de Colector zoológico en la Inspección de Montes de Filipinas, dándosele posesión de R. O. en Madrid hasta que se terminó la Exposición, y quedaron los objetos instalados en el Museo Biblioteca de Ultramar, que acababa de crearse. 

Entonces regresó a Filipinas al desempeño de su cargo, llevando además la comisión oficial de entregar los premios adjudicados a los expositores residentes en aquel archipiélago. 

No tenemos datos de sus excursiones en la primera etapa de su residencia en Filipinas. De esta segunda podemos dar algunos interesantes detalles, proporcionados por él mismo. 

Su primera excursión fue a la provincia de Bataan, permaneciendo más de ocho días en una ranchería de negritos en la falda oriental de la montaña de Mariveles. A pesar de la mala fama que se daba a estos naturales, recibió de ellos todas las deferencias y consideraciones de que eran capaces, lo cual le permitió tomar muchos datos sobre sus usos, costumbres, creencias, etc. 

Esta excursión fue interrumpida por la orden de regresar a Manila con urgencia para estudiar una plaga que amenazaba destruir los cafetales. El resultado del estudio fue su Memoria sobre un insecto enemigo de los cafetos, que se publicó; luego fue premiado en la Exposición Provincial de Batangas de 1891. Por entonces tuvo lugar un ataque de viruelas hemorrágicas, de que llegaron a darlo por muerto. 

Una vez restablecido realizó una excursión a las islas de Paragua y Balabac, visitando varios destacamentos, misiones y rancherías. En una de éstas, situada cerca de Puerto Princesa (capital de la isla de Paragua, donde permaneció varios días cazando), con objeto de obtener material antropológico, logró sustraer del cementerio cráneos, esqueletos y sarcófagos enteros, hecho que, como es natural, debió excitar el odio de aquellos indígenas. 

Él lo realizó con gran sigilo, pero debió ser notado, porque a la noche siguiente fue incendiada la choza donde se albergaba, esperando que estuviera durmiendo, pero él, oportunamente, se había marchado con sus servidores. 

En una de sus excursiones en la isla de Mindoro, hecha para cazar tamaraos (búfalos salvajes muy feroces, exclusivos de aquella isla), encontró a dos naturalistas norteamericanos, que se mostraron muy sorprendidos y le dijeron que era la primera vez que llegaba adonde ellos estaban cazando un naturalista español. Él les contestó que algunas veces los españoles llegan hasta donde llegan los extranjeros. Pocos días después, en Calapán, capital de la isla, los volvió a ver, y les expuso su propósito de ir a cazar tamaraos a un lugar muy poco explorado al Sur de la isla. Ellos le dijeron que era irrealizable por los peligros de la navegación que tenía que hacer y de las gentes del país. Él se lanzó a la excursión, y al regresar les dijo que los españoles van a todas partes. Durante esta excursión corrió en Calapán la noticia de que había sido asesinado un español en uno de los lugares por donde tenía que pasar, y el párroco de Calapán aplicó la misa por su alma varios días. Su regreso causó una gran sorpresa y pudo referir que mientras lo creían víctima de los bandidos había estado en los bosques del interior durante catorce días, acompañado de seis individuos de una de las cuadrillas de bandoleros, con los que vivió en la mejor armonía. 

En otra excursión visitó varias rancherías de igorrotes de las montañas del Norte de Luzón, en una de las cuales, la de Balili, situada en la falda oriental del monte Datá, cuyos habitantes tienen fama de feroces, logró que ellos mismos le mostraran sus depósitos de cadáveres, que no enterraban. Él logró recoger ocho cráneos, y para evitar la venganza si se apercibían, con un fútil pretexto se marchó rápidamente. 

En sus correrías por el archipiélago durante los catorce años que permaneció allí logró reunir ricas colecciones de todos los grupos zoológicos, en las que figuraban la mayoría de las especies de vertebrados y muchas de otros grupos zoológicos. Entre ellos, acaso ninguna tan interesante como la de los tamaraos a que ya hemos aludido; también algunos galeopíteros y una serpiente pitón de más de ocho metros de larga. Parte de las colecciones vinieron a los Museos de Ciencias Naturales y de Antropología de Madrid; pero la mayor parte tuvo un fin lamentable. 

Una de las obras más importante de Sánchez en Filipinas fue la formación de un Museo de Historia Natural, y éste, en la noche del 26 de septiembre de 1897, estando ya sitiada la ciudad, fue destruido por un incendio, no salvándose nada. 

En 1896 vino a la Península con licencia, y aprovechó para presentar en la Universidad de Madrid su Memoria de doctorado, titulada Los mamíferos de Filipinas, que obtuvo nota de sobresaliente y se publicó en los Anales de la Sociedad Española de Historia Natural, en los años 1898 y 1900. También se casó. 

Durante muchos años fue Vocal naturalista de la Junta Provincial de Pesca de Manila y profesor de la Escuela de Artes y Oficios de la misma ciudad. También en 1894, para dar mayor solidez a sus estudios antropológicos, se matriculó en Anatomía en la Facultad de Medicina de Manila, pero esto despertó su afición y empezó a seguir la carrera de Medicina, de la que tenía tres cursos aprobados y estudiaba el cuarto al perderse las Filipinas. 

En diciembre de 1896 regresó a Filipinas con la familia, cuando ya se había desencadenado la última insurrección. Durante ella se incorporó al Ejército, siendo primero Sargento y luego Teniente en la Guerrilla de San Miguel, formada en Manila con personal adscrito a la Dirección de Administración Civil. Ocurrida la pérdida de las colonias se repatrió con los demás elementos oficiales, embarcando en Manila el 17 de enero de 1898 y desembarcando en Barcelona el 13 de febrero del mismo año. 

En la Península. —Apenas llegado a España y dejando la familia en su pueblo, se trasladó a Madrid, y en mayo del año siguiente de 1899 obtuvo por oposición la plaza de Ayudante del Museo de Ciencias Naturales. 

Por entonces estaba vacante la Cátedra de Organografía y Fisiología animal de la Facultad de Ciencias, y con objeto de hacer una concienzuda preparación, se aproximó al eminente Cajal, quien lo autorizó a trabajar en su laboratorio. No sospechaba Sánchez que con esto iniciaba la etapa más importante de su vida científica. 

El 2 de julio de 1900 se licenció en Medicina. En el curso de 1900 a 1901 aprobó las asignaturas del doctorado en Medicina, y en 1902 fue nombrado Auxiliar honorario del laboratorio de Fisiología de la Facultad de Medicina; pero Cajal, que había descubierto en él condiciones excepcionales para la técnica micrográfica, le dio un puesto en su laboratorio de investigaciones biológicas, para que, según le dijo “pudiera trabajar con más holgura y comodidad”. 

En tanto, había hecho las oposiciones a la Cátedra de Organografía y Fisiología animal, que no obtuvo. Suponemos que el tribunal creyó obrar en justicia. 

En junio del mismo año de 1902, presentó su tesis doctoral en Medicina, con el título Concepto fundamental de las menstruaciones, que obtuvo nota de sobresaliente y fue publicada en La Correspondencia Médica, en los años 1904-1905. 

En el mismo año de 1902 fue nombrado Conservador del Museo de Ciencias Naturales, con lo cual pasó a ser también Auxiliar de la Facultad de Ciencias, siendo destinado a las Cátedras de Zoografía, Psicología Experimental y Antropología, como Conservador, cargo que desempeñó hasta su jubilación. En el Museo, que, al constituirse como tal, recibió las colecciones del suprimido Museo de Ultramar, realizó Sánchez una obra meritísima e insustituible, instalando en el local del que fue Museo Velasco aquellas colecciones que él había formado años antes y que nadie más que él podía clasificar y ordenar, llenando las deficiencias de las muchas etiquetas que se habían perdido. En el Museo siguió prestando sus servicios hasta su jubilación en 1931. 

En 1905, como profesor repatriado, fue nombrado profesor numerario de la Escuela Superior de Artes y Oficios de Madrid, y reformas sucesivas lo llevaron al grupo llamado Escuela Industrial, llamada luego Escuela Superior del Trabajo, en la que continuó hasta su jubilación en 1931. 

Al reorganizar Cajal su Laboratorio de Investigaciones biológicas le honró nombrándole en enero de 1907 ayudante dibujante de dicho centro, en cuyo cargo pasó al Instituto Cajal en 1º de abril de 1920, y en él continuó hasta su muerte en 1947, porque el sabio maestro, considerando indispensables sus servicios, obtuvo una orden ministerial, dictada mediante acuerdo del Consejo de Ministros en 18 de mayo de 1931, para que no fuera jubilado, a pesar de tener la edad. Su misión principal en el establecimiento ha sido y es la Neurología de los invertebrados. 

Al fallecimiento de Cajal pasó a ocupar la plaza de Ayudante primero y Subdirector, y últimamente, al crearse el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, fue nombrado profesor adjunto del Instituto “Santiago Ramón y Cajal”, dependiente del Patronato del mismo nombre y encargado de los mismos estudios. 

Últimamente, en 1944, recibió diferentes y justísimas distinciones honoríficas y homenajes haciendo justicia a sus méritos. 

Como vemos, la vida de Sánchez tiene dos etapas: La primera, de naturalista, explorador y colector en Filipinas, que culminó en la Exposición de Filipinas y en el Museo que ardió en Manila, y que no desmerece en nada de Juan Cuéllar, enviado en el siglo XVIII, único que en aquel siglo fue nombrado, así como Sánchez fue el único del siglo XIX. 

La segunda etapa corresponde fundamentalmente a las investigaciones histológicas, en que inventó nuevos métodos técnicos e hozo verdaderos descubrimientos, siendo uno de los discípulos más aventajados de Cajal y el que más se identificó con el espíritu y la personalidad del maestro. Aquí culmina la segunda etapa de su vida. 

No hay que olvidar, sin embargo, que, como naturalista, en general, y como antropólogo, en particular, ocupó siempre un lugar muy distinguido. 

Murió en Madrid el 4 de enero de 1947, en el piso principal de la casa número 98 de la calle de Atocha, donde vivía con su familia desde que llegó repatriado de filipinas en 1898. 

Si tratamos de las publicaciones de D. Domingo Sánchez nos encontramos con un número reducido referente a Filipinas y un número muy grande de los trabajos hechos en el Laboratorio de Investigaciones biológicas (Instituto Cajal). En las publicaciones de este centro está la gran labor de investigación científica referente al sistema nervioso, que realizó durante la mayor parte de su vida. De ella no hemos de decir nada, por estar fuera de nuestro onjeto. De lo referente a Filipinas, tenemos: 

“Memoria sobre un insecto enemigo de los cafetos” (con dos láminas). —Manila, 1890. 

“Los mamíferos de Filipinas”. Tesis para aspirar al grado de Doctor en Ciencias Naturales. —Anales de la Sociedad Española de Historia Natural, t. XXVII (1898) y XXIX (1900). 

“Un cráneo humano prehistórico de Manila (Filipinas)” (con cuatro láminas). —Memorias de la Real Sociedad Española de Historia Natural, t. IX; Memoria 5ª; 1921."

13 febrero 2016

Publicaciones sobre el proyecto de ferrocarril

Quienes tengan interés por la propuesta de ferrocarril de principios de siglo XX entre Ciudad Rodrigo y la provincia de Cáceres encontrarán información, junto con otras noticias de interés, en los semanarios que se publicaron con este tema en los enlaces siguientes:


07 febrero 2016

La princesa de Irueña...

Dejamos por ahora el ferrocarril, que seguirá dando juego hasta el final de los años 20 y volvemos a la lírica, que en este caso trata de Irueña y su leyenda.

Publicada en La Iberia, semanario de Ciudad Rodrigo, el día 23 de noviembre de 1918, encontramos esta poesía dedicada a la leyenda de Irueña, que en este caso no contiene el dramatismo de la que circula habitualmente y que recoge don Alejandro Blázquez en el libro Historia de Fuenteguinaldo.

La princesa de Irueña

(Tradición de Guinaldo)

                                       Para JOAQUÍN APARICIO

Cerca de Fuenteguinaldo
están las ruinas de Irueña,
una ciudad antiquísima
de la que no se conservan
más que sus débiles muros
de pizarras superpuestas,
subterráneas galerías
y dos esfinges de piedra,
que demuestran de la plaza
el antiguo origen celta.

Uno de los primitivos
reyes de la fortaleza
tenía una sola hija
bonita como unas perlas,
que acostumbra asomarse
de la torre a las almenas
para contemplar el bello
panorama de la Sierra.

Tanto se asomó la joven
que no faltó quien la viera,
pues de su gran hermosura
se enamoró un joven celta
que al padre, humilde, pidió
la mano de la doncella.

Sorprendido el soberano
hizo solemne promesa
de dársela por esposa
si a las alturas de Irueña
hacía subir el agua
de la próxima ribera.

No desconcertó al mancebo
tan dificultosa empresa,
pues el verdadero amor
aguza la inteligencia,
y bajo su dirección
con maderos y con piedras
en el regato Rolloso
se levantó una gran presa
y se abrió a continuación
un canal en la ladera;
y al cabo de poco tiempo
la enamorada doncella
y el ilustre soberano
recibieron la sorpresa
de ver el agua correr
por el recinto de Irueña 
debajo de sus ventanas
y delante de sus puertas.

Celebróse el himeneo
del galán y la princesa,
bailándose a media noche
a la luz de las estrellas,
según el rito sagrado
de los primitivos celtas…

Hoy es la antigua ciudad
una enmarañada selva
donde el vaquero Candelo
los ganados apacienta
que el yerro de J. A.
 estampado encima llevan;
y sea suceso histórico
o fantástica leyenda,
aunque ya desmoronados,
hasta el día se conservan
en la ladera el canal
y en el regato la presa;
y entre el vuelgo de Guinaldo
como historia verdadera
pasa aún el tierno idilio
de la princesa de Irueña…


                        M. G.

06 febrero 2016

El interés de Fuenteguinaldo en el ferrocarril.

Publicado en LA IBERIA, semanario de Ciudad Rodrigo, el 10 de junio de 1905. A lo largo del año anterior continuaron las publicaciones defendiendo la necesidad de que este proyecto se llevara a cabo. Cada uno de los pueblos a los que podía beneficiar el ferrocarril hacía sus concesiones, como las que a continuación se exponen.

Desde Fuenteguinaldo.

En cumplimiento de la misión que LA IBERIA me ha confiado, visité el primer pueblo de Bodón hablando con los señores alcalde, primer teniente de alcalde y juez. Están animados y han quedado en estudiar nuestro interrogatorio y contestar a esa redacción.



Las impresiones que he recibido pueden resumirse en que este pueblo se confía, acaso demasiado, en que por su situación ha de pasar por él el ferrocarril, de lo que dependerá no hagan en principio grandes ofertas.



No así Fuenteguinaldo, desde donde escribo. Esta villa ve la necesidad de hacer grandes sacrificios para conseguir una estación férrea que lleve su nombre. Comprende las ventajas que a su principal industria actual, la de cal, reportarían las obras primero y la facilidad de exportación después, así como para sus numerosos cereales y su grandísima ganadería por sí y por los negocios a ella anexos. Tiene muchísima importancia este pueblo, y como demostración de su gran interés en el asunto de que nos ocupamos, he tenido el gusto de ver, gracias a la amabilidad del alcalde interino don Francisco Díez y del secretario señor Torres Rus, el acta de una sesión de esta corporación municipal, celebrada el 5 de octubre próximo pasado, en la cual bajo la presidencia del citado alcalde señor Díez y por unanimidad se acordó, entre otras cosas, contribuir con mil pesetas por kilómetro de recorrido dentro del término municipal y cesión gratuita de todos los terrenos comunales, siempre que el Estado no le ponga dificultades para esto y dé la autorización para destinar a ello una lámina de 13.039 pesetas nominales y un resguardo de 1.783 efectivas que posee esta corporación. Además consta en dicho acuerdo la oferta de 300 geras de parejas para el acarreo de materiales.

Fuera del acuerdo anterior, es seguro reasumir mis impresiones en esta villa en lo siguiente: sin grandes esfuerzos se alcanzaría la cesión de los terrenos particulares necesarios a la construcción y se aumentaría acaso hasta el cuádruple las prestaciones personales.

Haré constar que en este término podría hacerse el tendido de la vía sobre terreno comunal con pequeñísima o ninguna participación en propiedades de particulares y aún en este caso serían de personas que acaso las cederían debido a la representación que ostentan..

Resumen: Fuenteguinaldo está interesadísimo en que el ferrocarril pase por su término y hará cuantos sacrificios sean necesarios a no verse privado de esta vía de comunicación.

Llueve en abundancia con gran contento de los labradores.

Salgo para Casillas y Navasfrías y entrar en la Sierra de Gata.

ÁNGEL S. RODRÍGUEZ


05 febrero 2016

Ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo III

Publicada en LA IBERIA, semanario de Ciudad Rodrigo, el 12 de junio de 1904, como respuesta a una carta anterior del Diputado a Cortes por el distrito de Ciudad Rodrigo, en la que se ofrecía a poner de su parte todo lo necesario para que el proyecto pudiera salir adelante.

Carta abierta

Sr. D. Antonio Palacios de la Puente 



Muy señor mío y de mi consideración más distinguida: inmensa satisfacción me causó la lectura de su carta, inserta en el último número de LA IBERIA, contestando a la que desde las columnas de este mismo semanario, tuve el honor de dedicarle.



Faltaría a uno de los más rudimentarios deberes de cortesía, si no comenzara estos mal hilvanados renglones, dándole las más expresivas gracias por su amabilidad, para quien como yo, al dirigirme a usted, distrayéndole de sus múltiples ocupaciones, no ostentaba otro título que el de fiel amante de los intereses materiales de esta ciudad, que me viera nacer, y los de su distrito, de cuya comarca, veo con no menos placer se conceptúa usted hijo adoptivo. De ahí, y del entusiasta ofrecimiento personal que hace en su carta para la consecución del proyecto de ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo, la gran satisfacción que aquella me ha proporcionado, y que al igual que a mí me ocurre, habrá sucedido, sin duda alguna, a cuantos por el bien del distrito se interesen.


Desde el primer momento tengo previstas las grandes dificultades con que se ha de luchar para llevar a la práctica este proyecto: dificultades no tan grandes quizá por lo que a la concesión se refiera, cuanto por lo que con capital necesario para llevar a feliz término la obra hiciera relación; mucho más si se tiene en cuenta la apatía que a todos nos domina, y el retraimiento de ese mismo capital para emplearlo en industrias o empresas que a la vez que proporcionan un buen interés o dividendo, reportan ventajas indiscutibles al país en que aquéllas se establecen: pero asunto es este que con mucho mayor acierto del que yo pudiera hacerlo, habrá que tratarlo indudablemente la redacción de LA IBERIA, tan entusiasta de aquel proyecto, acometiendo a la vez con todas sus fuerzas la empresa por usted anunciada de crear atmósfera favorable a la construcción.

Para todo esto entendí de absoluta necesidad la cooperación de usted tan decidida y entusiasta como la ofrece, y que indudablemente había de ser y es, la base para el sucesivo desarrollo de este asunto. Obtenida está, opino que LA IBERIA se halla en condiciones de continuar con mayor entusiasmo la campaña por ella iniciada, y quiera Dios que en la ocasión presente logren convencerse nuestros capitalistas, de la importancia y utilidad del proyecto que ha de beneficiar comarcas tan feraces como la Sierra de Gata, hasta ahora aislada del resto del mundo y fuera del comercio que había de favorecer con sus riquezas.

Este concurso, conforme en un todo con usted, es el que entiendo hay necesidad absoluta de obtener, ya que el que por mi parte pudiera prestarle, créame mi distinguido amigo, puede ser perfectamente dado de mano, sin temor alguno a que por ello se malogre el proyecto.

Sin embargo, me ocupo con actividad de reunir antecedentes, completando a serme posible, los que hasta ahora poseo de tal asunto; y puede estar seguro que tendría un inmenso placer en poderle facilitar cuantos usted creyera precisos.

Mucho me complace también su resolución de exponer en números sucesivos los medios que estima más adecuados para el acrecentamiento de la riqueza de este país, tan necesitado de grandes iniciativas que logren sacarnos del estado de inercia en que desde largos años, aparecemos sumidos, y créame que con verdadera ansiedad espero su comunicado.

Repitiéndole mi gran reconocimiento por las referencias que me ha guardado, y prometiendo el envío de cuantos antecedentes llegue a reunir del asunto que ha motivado estas cartas, se reitera de usted afectísimo amigo y seguro servidor q. l. b. l. m.

M. GONZÁLEZ RODRIGO

04 febrero 2016

Ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo II

Publicado en LA IBERIA, semanario de Ciudad Rodrigo, el 12 de junio de 1904.

Ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo II

No es la primera vez que en este periódico se trata cuestión tan vital para nuestro pueblo, como lo es, la de la construcción del ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo. respondiendo a deseos sentidos y nunca satisfechos, un acaudalado propietario de la Sierra de Gata, se ocupó con notoria competencia, de crear opinión en aquella comarca y en nuestro partido, verdaderos interesados que han de recoger los beneficios de tal la obra.

Más en cuántas ocasiones se trató de tan importante asunto, la opinión pública, indiferente como siempre a todo cuanto redunda en bien colectivo, respondió con su silencio, haciendo que las más hermosas iniciativas quedasen ahogadas en germen. Nuestro semanario, uno de los más entusiastas del proyecto, al comprender que se movía en el vacío tuvo que dejar de dar cabida en sus columnas, a los artículos y comunicados de las contadas personas que aplaudieron su campaña, y nuestro espontáneo colaborador, abandonó, que no olvidó, la exposición de sus ideales, esperando tiempos mejores.

Estos tiempos parece que ya llegaron: nuestro representante en Cortes respondió, como no podía menos, dada la preferente atención que al bien y prosperidad de su distrito dedica, a la excitación que desde nuestras columnas le dirigió el señor don M. González Rodrigo; y ha empeñado la palabra solemne de cooperar al fin que nos proponemos conseguir; y de esperar que los diputados y senadores de la provincia de Cáceres han de acudir al llamamiento que le harán sus electores más directamente interesados que nosotros mismos, pudiendo por tanto asegurarse sin temor alguno de equivocación, que el proyecto de ferrocarril ha salido del estado embrionario para llegar a tener vida y estar próximo a su ejecución.

Roto el hielo, no puede LA IBERIA permanecer indiferente ante asunto de tal magnitud; y por ello respondiendo al ofrecimiento de nuestro celoso diputado, vuelve nuevamente a la prosecución de la campaña iniciada, cooperando con su modestísimo concurso a la noble aspiración de extremeños y castellanos; y como el movimiento se demuestra andando, hacemos desde estas columnas un llamamiento a todas las personas de buena fe que deseen ayudarnos, al par que dedicaremos varios trabajos a formar atmósfera, a crear opinión, demostrando las incalculables ventajas que a esta comarca proporcionaría el ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo.

Es la Sierra de Gata una cadena de montañas de la cordillera Carpeto-Vetónica, que sirviendo de límite a las provincias de Cáceres y Salamanca, se interna en la primera en varias de sus ramificaciones. En ella se hallan enclavados numerosos pueblos, todos fértiles, todos ricos, pletóricos de productos que tienen que dedicar a su propio consumo por la dificultad casi insuperable que existe en los transportes; los cuales dentro de su territorio tienen que hacerse a lomo; y fuera de él para la comunicación con las llanuras extremeñas y castellanas ni aún en la misma forma, pero sólo en las épocas en que los temporales permiten el paso por los escasos puertos o desfiladeros abiertos en las montañas. Temporadas enteras del año viven sus habitantes en incomunicación casi absoluta con el resto del mundo, y aquella comarca tan exuberante yace siempre en la miseria teniendo en su seno riquezas bastantes para hacer poderosa a la región más pobre.

Todo esto lo tocamos, lo palpamos materialmente a diario, por las puertas de nuestra ciudad vemos penetrar constantemente esas miserables cargas de aceite, el mejor de España, que con tres o cuatro días de recorrido, sobre un camino imposible, son canjeadas por otras no menos escasas de trigo; cuyos dos productos al llegar a su destino han alcanzado un precio sólo asequible a los poderosos. En tanto aquellos miles y miles de arrobas del fruto del olivo obtenidas por primitivo procedimiento, y los innumerables hectólitros de vino superior, abarrotan las tinajas de los cosecheros serranos, sin que puedan surtir nuestro mercado; y en tanto también nuestros labradores tienen que enajenar a cualquier precio sus trigos a los acaparadores, en la imposibilidad de competir en los mercados castellanos o catalanes con el grano nacional o extranjero. Somos vecinos, estamos inmediatos los unos a los otros, tienen ellos vida, riqueza que a nosotros nos falta, tenemos nosotros productos de que ellos escasean y sin embargo no nos complementamos ¿por qué? por la dificultad de comunicaciones.

Y ¡qué decir de aquellos saltos de agua, de aquellas minas de plomo, estaño, hierro y plata, de aquellos bosques de castaños, robles y pinos; que darían lugar, los primeros a florecientes industrias, las segundas a poderosas empresas y los terceros a grandes negocios! Sencillamente que como las demás riquezas de tan exuberante comarca, tienen que considerarse como no existentes por la dificultad de las vías de comunicación.

Así lo comprendieron siempre los habitantes de la Sierra de Gata y a salir de su aislamiento tendieron siempre sus esfuerzos, buscando constantemente la comunicación por nuestro lado; y así les hemos contemplado primero, buscando el arreglo y prolongación del camino habilitado de esta ciudad a Fuenteguinaldo; promoviendo después la concesión de la carretera de Ciudad Rodrigo al puente de Guadancil, ofreciendo más tarde su cooperación metálica para la construcción de un camino vecinal desde Perosín al puerto de Perales y no olvidando nunca el ferrocarril a nuestro pueblo. Poco hasta ahora consiguieron; el camino habilitado no llego hasta ellos; la carretera, que merced a algunos poderosos hacendados no se terminó, se construye lentamente, gracias sean dadas al señor Palacios que inauguró dos años hace los buenos servicios al partido, consiguiendo la subasta de las obras; el camino vecinal quedará como recuerdo de aquel inmenso plan de Gasset; y el ferrocarril fue hasta hoy una verdadera utopía.

Nosotros en cambio nada hemos hecho; con nuestras necesidades cubiertas por el ferrocarril que nos une al mundo civilizado, no nos hemos preocupado de que al lado tenemos un mercado superior; que a nuestras puertas existe una región en la cual nuestros capitales podrían obtener excelentes rendimientos, superiores en alto grado al de las fincas que constantemente y sin medida levantamos de precio; y que nuestro distrito y nuestra ciudad sirviendo de necesario paso a los productos de la sierra se enriquecerían grandemente.

Y hagamos punto por hoy, ya que la pequeñez de nuestro periódico no consiente más extensión. En el siguiente seguiremos ocupándonos de este asunto si mirobrigenses o serranos no piden la palabra.

03 febrero 2016

Ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo I

Publicado en La Iberia, semanario de Ciudad Rodrigo, el día 20 de diciembre de 1903.

Ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo I

Hemos recibido varias cartas de particulares, excitándonos a continuar con energía la campaña iniciada por nuestro distinguido y querido amigo don Marcelino Guerra, referente a la construcción del ferrocarril, que partiendo del Cañaveral y pasando por Torrejoncillo, Coria, Puerto de Perales, Peñaparda, Fuenteguinaldo y Bodón, enlace en esta ciudad con la línea de S. F. P.

A nadie se oculta la grandísima importancia que esta línea férrea pudiera tener, dado el comercio constante, y que a pesar de la falta de vías de comunicación, existe en esta ciudad, y la Sierra de Gata, comercio que sería muchísimo más activo desde el momento en que fuera un hecho la construcción y explotación de tal ferrocarril, y que sin género alguno de duda reportaría tanto a esta comarca, como a las que había de recorrer de Extremadura, grandísimos beneficios.

Tenemos entendido, que no sólo existió, no hace muchos años tal proyecto, sino que con el mayor entusiasmo se llegó hasta realizar sobre el terreno el estudio, y fijar la cantidad que pudiera ser necesaria para la construcción, pero sin duda, o los partidarios de ella, abandonaron el proyecto, o éste duerme el sueño de los justos en algún centro burocrático.

Muchísimo nos honra las personas que a nosotros se dirigen con tales excitaciones, pero entendemos que en esta empresa no es posible llegar a la meta sin el concurso valiosísimo de esas mismas personas, de los representantes en Cortes de los distritos a quienes el proyecto habría de beneficiar; en una palabra, de extremeños y castellanos unidos.

A todos pues, nos dirigimos, pidiéndoles su apoyo y cooperación, para que ejercitando una acción común, y teniendo como único objetivo la construcción del ferrocarril de Cañaveral a Ciudad Rodrigo, pudiéramos lograr la aprobación del proyecto y en plazo no lejano la construcción y explotación de aquel.

Entretanto LA IBERIA que su única aspiración es la de ser útil a su pueblo, en toda obra que pueda reportarle algún beneficio, ofrece a todos su humilde pero entusiasta cooperación y pone sus columnas con este motivo a disposición del público en general.

02 febrero 2016

Propuesta de Nuevo Ferrocarril

A partir de esta carta publicada en La Iberia, semanario de Ciudad Rodrigo, el día 13 de diciembre de 1903 se crea un interés especial, que durará varios años, por la construcción de un ferrocarril entre Cañaveral, junto al Tajo y Ciudad Rodrigo. Llegándose a implicar en este asunto los Diputados que representaban a estos distritos electorales.

NUEVO FERROCARRIL

Sr. Director de LA IBERIA.

Muy señor mío; Amante como el que más del engrandecimiento de nuestra patria, conocedor del entusiasmo con que ese semanario defiende esa misma idea, y creyendo que el proyecto que a continuación se expone es altamente beneficioso para el país en general, me permito molestar su atención y la de los lectores con estas mal hilvanadas líneas.

No sé cómo habiendo tantos capitales, según se dice, en España aguardando colocación, no han ideado sus afortunados poseedores emplearlos en un ferrocarril, aunque sea de vía estrecha, que partiendo del Cañaveral, estación importante de la línea del Tajo, venga caminando al Norte a Torrejoncillo y Coria, y de allí, atravesando la pintoresca y feraz, cuanto olvidada Sierra de Gata, por el Puerto de Perales (único punto por donde la locomotora puede pasar esta áspera sierra sin enormes obras de fábrica) seguir por Peñaparda, Guinaldo, Bodón y Ciudad Rodrigo, a enlazar allí con la línea que de éste punto parte directamente por Salamanca a unirse en Medina con la que de Madrid conduce al Norte. Con un mapa en la mano se verá que este ferrocarril no sería, como la mayor parte de los que se construyen, para servir a una pequeña zona, sino que resultaría una de las vías de más movimiento e importancia de España. Me explicaré.

Cuando desde Cádiz, la punta más suroeste de España, se viene caminando al Norte, se pasa por Sevilla, y de allí directa, muy directamente por Mérida a Cáceres, y luego pasado del Tajo, al Cañaveral. Desde allí deja la vía llamada del Tajo a dirección Norte, y toma la del Este para llegar a Plasencia, en donde los viajeros y mercancías toman la línea del Noroeste hasta Salamanca, de dónde pueden seguir por Medina al Norte. En el mapa se verá lo que se aparta de esta dirección está vía y cuántos trasbordos, gastos y entorpecimiento se les ocasionan a los viajeros y mercancías que caminan al Norte o al Noroeste por este camino y cuánto se pierde por no haber un ferrocarril que desde el Cañaveral conduzca directamente a Ciudad Rodrigo a tomar allí la línea de esta ciudad a Salamanca. 

Pero hay más. La línea de qué se trata seguiría paralela a la frontera portuguesa en casi toda ella, cortando los ferrocarriles que de los más importantes centros se entran en España, resultando altamente estratégica si este reino o sus aliados intentarse en algún día invadir a España. 

Por la misma razón de su proximidad a la frontera portuguesa, y por la de cortar sus líneas cerca de expresada frontera, sería a no dudarlo, la que importara y exportara con más facilidad y economía los artículos de comercio con Portugal.

Y si se añade a esto el cambio mutuo, necesario y continuo de los frutos semi-tropicales de la ardiente Andalucía y de la templada Extremadura, por los de la región fría, aunque feraz de Castilla se comprenderá la grandísima necesidad de construir una vía, no larga (unos 80 kilómetros) ni costosa, pues juzgo que ni en la Sierra de Gata necesita túneles ni puentes de consideración, siendo el demás terreno por dónde pasa en Extremadura y Castilla, llano y fácil, y cuya vía por su extraordinario movimiento reportaría inmensos beneficios a los constructores y sacaría del doloroso marasmo en que se hallan las comarcas por dónde pasa.

Le da las gracias por la inserción, repitiéndose suyo afectísimo amigo y seguro servidor,

MARCELINO GUERRA

(documento en pdf)

01 febrero 2016

Las luchas fratricidas en España. Austrias y Borbones

Fuenteguinaldo no sólo aparece en la prensa, también se sitúan en él algunos acontecimientos de la novela "Las luchas fratricidas en España: Austrias y Borbones", que, a semejanza de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, escribió Alfonso Danvila, embajador de España en Argentina. (Aquí tenéis un fragmento).

A este hecho hace referencia don Alejandro Blázquez en su Historia de Fuenteguinaldo.

XXXV


Los cumplimientos y las alabanzas de cuántos conocían al hijo de doña Aldonza acompañaron a éste desde aquel día, constituyéndose en ídolo de sus soldados, que hubieran corrido gustosos dondequiera que les ordenara seguirlos; pero las heridas de don Gaspar Collado y su forzada inacción movieron a los jefes franceses a disponer que la valerosa Compañía permaneciera destacada en Villa Velha, formando parte de los dos batallones y quince escuadrones puestos a las órdenes del señor de Gaetano, Mariscal de Campo español, encargado de custodiar el puente sobre el Tajo una vez que cruzara por él Su Majestad Católica con el resto de las fuerzas borbónicas.

Hasta el propio M. de Thouy, instigado por el Capitán Bournonville y por otros franceses que habían tomado parte en la acción, dirigió su uniforme al Comandante de las fuerzas de Castilla la Vieja enalteciendo la conducta del Subteniente, que ya todos consideraban como ascendido, cuando al cabo de una semana, y precisamente la víspera de la partida del Rey, se recibió en el campamento un pliego de Don Francisco Ronquillo ordenando la presentación inmediata de Jenaro de Pereda donde quiera que se encontrara su General, que fechaba la carta en el castillo de Monsanto.

Los plácemes de todos a acompañaron al joven en cuanto se tuvo conocimiento de la misión, y empeñado el orgulloso don Gaspar en que se cumplimentará los deseos de Ronquillo, apuró a Genaro cuánto le fue posible, realizando milagros para conseguirle un caballo, a fin de que pudiera llevar a término su viaje con mayor prontitud y sin tanta fatiga como a la venida.

Bien hubiera querido el muchacho aguardar el regreso de su sirviente, cuya extraordinaria demora comenzaba a inquietarle, pensando en lo que pudiera ocurrir en Ciudad Rodrigo, mas, apremiado por el Capitán, no tuvo otro remedio que conformarse con lo dispuesto por el destino y emprender a la siguiente mañana el camino, sin consentir que le acompañará nadie, como hubieran sido los deseos de Collado.

Y no tardó el Subteniente en celebrar su inspiración, pues apenas había recorrido dos leguas en dirección a Castello Branco, cuando vio venir por el camino un jinete en quien al punto reconoció su fiel catalán, que al divisarle clavó espuelas al caballo para reunirse con él.

Contestando inmediatamente a las ansiosas preguntas del amo, refirió Nardo, con toda clase de detalles, el resultado de su expedición, que no tropezara con ningún obstáculo a la ida, llegando sano y salvo a la presencia de don García de Zúñiga, quién, al tanto de todo lo averiguado por Jenaro, dispuso en seguida de la traslación de las mujeres al pueblo de Fuente Guinaldo, donde estarían más seguras y resguardadas por la milicia levantada en aquel lugar, que reconocía por jefe al veterano de Flandes.

—¿Y mi madre? ¿Cómo se encontraba? ¿Qué dijo cuando se enteró de las indiscreciones de Renato?— preguntó ansioso Jenaro.

—Mi señora doña Aldonza, que parece ha recibido cartas de Toledo con noticias de los Villarrubia, ignoraba lo sucedido al Caballero de Vaureal porque don García no juzgó necesario decírselo, para no alarmarla y empeorar su estado.

—Pues qué, ¿Se encuentra otra vez enferma?— exclamó azorado Pereda, olvidándose de todo para no pensar sino en aquello que le llegaba más al alma.

—No se alarme, señor— apresuraróse a decir Nardo, —que nada ocurre de grave si no es unas tercianillas, propias de la época y del lugar, que tienen algo molesta a su merced. Pero por lo demás se encuentra bien y cada vez más contenta de tener a su lado un ángel como la Señora Serafina, que la cuida y regala mejor que lo haría su propia hija.

—¿Y si todo ha salido tan bien— continuó preguntando Jenaro, —¿a qué obedeció su tardanza en regresar? ¡No sería por miedo a responder del hurto del caballo que te vi hacer, pues ya me he dado cuenta de que vienes montado en otro harto superior al primero!

El catalán bajó los ojos y se limitó a decir:

—¡Ay mi amo! Es que como don García no se fiaba de nadie, tuve que quedarme hasta conducir las señoras al pueblo. ¿Y por aquí no ha ocurrido novedad? ¿A qué obedece este encuentro, si se puede saber?

En pocas palabras puso Jenaro al corriente a su criado en lo sucedido durante su ausencia; mas, en lugar de responder con felicitaciones y entusiasmos, contentóse Nardo con significar su extrañeza ante aquel llamamiento tan intempestivo, cuando la Compañía de Collado no contaba otro jefe que su sargento.

Discurriendo así, llegaron a Castelo Branco, donde pudieron averiguar que don Francisco Ronquillo había salido ya de Monsanto, encontrándose acampado en un paraje cercano, muy abundante de provisiones, llamado la Zarza, para estar pronto a socorrer al señor Joffreville, quien temía verse atacado por las fuerzas portuguesas del Marqués de las Minas.

Al propio tiempo les advirtieron que anduvieran con suma cautela, tanto de día como de noche, durante el camino que pensaban seguir, pues hacía poco tiempo, y como represalia de las atrocidades cometidas por don Bonifacio Manrique, habían aparecido varias bandas sueltas, compuestas en su mayoría de desertores borbónicos, partidarios del Almirante de Castilla, y vagabundos de los países aliados, que infestaban la frontera entre el Duero y el Tajo, realizando continúas incursiones y sorpresas por caminos y poblados, y destruyendo sin piedad los pequeños vecindarios que intentaban resistirlos.

Aquel nuevo azote de la guerra producía tal espanto en los pueblos de la comarca y tanta indignación entre la soldadesca, que don Francisco Ronquillo deseaba hacer un ejemplar escarmiento en cuanto la suerte le depara la captura de alguno de los cabecillas que dirigían las hordas, especialmente si se trataba de una mujer a quien se había señalado en dos o tres ataques, y a la que los sencillos aldeanos indicaban como principal caudillo de los guerrilleros; pero todos sus esfuerzos habían resultado hasta entonces inútiles por la increíble movilidad de aquellas huestes irregulares y la maravillosa precisión con que realizaban sus ataques.

No obstante tan siniestros augurios, ningún encuentro enojoso tuvieron que lamentar los expedicionarios hasta la Zarza, donde llegaron frescos y descansados al tercer día de viaje, dirigiéndose acto seguido a una casucha colocada en una eminencia, que varios soldados les indicaron como cuartel general del famoso ex Corregidor de Madrid, transformado por obra y gracia de las circunstancias en Teniente General y árbitro de las fuerzas de Castilla la Vieja.

Sorprendido al ver todos los escuadrones de infantería formados en línea de batalla, y mientras llegaban a la puerta, acompañados de un guía, pudieron informarse de que aquel recibimiento respondía al anuncio de encontrarse amenazados por un ataque general de Marqués de Minas, contra cuyas fuerzas habían salido aquella misma mañana los escuadrones de caballería francesa al mando de M. de Joffreville.

Impaciente al escuchar esto por ponerse a las órdenes del superior, penetró Jenaro apresuradamente en la residencia de éste, encontrándole sentado frente a una mesa y rodeado de Ayudantes y Secretarios a quienes dictaba, en alta voz y a un tiempo, diversas comunicaciones, avisando de su delicada situación a los brigadieres más próximos.

Ronquillo, que ya se encontraba cercano a la vejez, y en cuya figura y maneras se adivinaba al hombre más avezado a manejar la vara de la justicia que el bastón de mando, fingió no percatarse de la presencia del intruso hasta que terminó la tarea en que se hallaba empeñado, y, volviendo entonces el rostro hacia el desconocido Subteniente, que permanecía sin saber qué hacer ni qué decir, preguntóle bruscamente quién era y a qué obedecía su atrevimiento en penetrar hasta allí sin previa licencia.

Desconcertado ante aquel recibimiento y cobijado por la sequedad de las palabras del señor, cuyo receloso carácter era conocido en todo el ejército, apenas si pudo Jenaro balbucear su nombre, mostrando a la carta en que se le mandaba llamar.

Considerándole entonces Ronquillo con gran atención y despidiendo con un ademán busco a cuántos le circundaban, permaneció durante algunos minutos callado, hasta cerciorarse de que nadie les oía, y adelantando entonces unos pasos, sin separar la vista del joven, exclamó de pronto severamente:

—¡Conque el caballerito es el Subteniente Jenaro de Pereda, sobrino del reverendo don Juan Antonio Urraca! muy bien. Hace ya tiempo que deseaba hacerle una pregunta cara a cara y es la siguiente: ¿Dónde se encuentra en este momento la excelentísima señora Duquesa de Sahagún y de la Cea, desaparecida de la Corte hace unos 3 meses, y a la que desde entonces busca en vano su familia, teniendo que haya sido víctima de un secuestro o de algún crimen abominable?

Los nervios de Jenaro sufrieron terrible conmoción al escuchar aquella pregunta que tan lejos estaba de presumir; pero recapacitando al instante y comprendiendo que de su respuesta dependía la suerte de doña Serafina y la de doña Aldonza, contestó con voz serena:

—Ignoro en absoluto los sucesos a que Vuestra Excelencia se refiere.

—¿Conque los ignoráis, eh? Pues vais a tener tiempo de recordarlos, porque desde este momento quedáis a disposición de la justicia y arrestado en este campo hasta que podáis ser trasladado a Madrid, como merecéis ser conducido.

—Mi fuero, señor Teniente General, me da derecho a otra clase de jueces y de consideraciones, mientras no se me pruebe el delito de que se me acusa, y que aún desconozco.

—Negáis haber raptado a la Duquesa de Sahagún, en complicidad con el Caballero de Vaureal, vuestro es íntimo amigo, y ocultarla actualmente valiéndoos de medios que aún no han podido ser puestos en claro, pero que no tardarán en descubrirse?

A pesar de su emoción, comprendió al punto el hijo de doña Aldonza que en Madrid se continuaba ignorando su verdadera participación en el hecho, y, sintiéndose más seguro, contestó con arrogancia:

—Lo único que me es imposible negar es la intimidad que me une desde hace años con Monsieur de Vaureal, pero como no he visto a éste desde hace más de 8 meses, según puedo demostrar con pruebas, nada sé de lo que se refiere a su conducta privada, sobre la que él podrá informar mejor que nadie.

— Cierto que sí; pero, desgraciadamente para vos no podrá hacerlo tan pronto, porque a estas horas debe de encontrarse ya en París, de donde no volverá más, según todas las probabilidades. Vuestra posición es, pues, desesperada y no volveréis a recuperar la libertad hasta que confeséis dónde se encuentra la mayorazga de Sahagún. ¡Con vuestra cabeza respondéis de la vida y del honor de esa doncella! ¡Hola...! —exclamó palmeando las manos a fin de llamar a sus Ayudantes.

Mas antes de que pudiera dictar ninguna orden, abrióse de repente la puerta de un estrépito y aparecieron varios oficiales con los semblantes demudados, que, sin aguardar preguntas, comenzaron a gritar: 

—¡Señor, señor! ¡Venga pronto! ¡Los portugueses! ¡Han reconquistado Monsanto y vienen sobre nosotros a todo escape, después de deshacer a la caballería francesa, que huye arrojando sus fusiles! ¡El pánico ha invadido a nuestros soldados y se niegan a marchar al encuentro del enemigo, no obstante los esfuerzos que hacemos para contener el desbande! ¡La presencia de su General es quizá lo único que puede impresionarlos y evitar una catástrofe!

Pálido de rabia, previendo la desgracia irreparable que se le venía encima, y olvidando al momento la presencia de Jenaro y cuanto no fuera el prestigio de su nombre y la honra de los cuerpos que dirigía, salió corriendo Ronquillo hacia el llano, dónde, revueltos y confusos los antes bien ordenados escuadrones, arremolinábanse en torno de los oficiales, gritando todos a un tiempo y esparciéndose cada vez más al través del campo.

Genaro, aquí en aquella providencial distracción ofrecía un instante de respiro para tratarse la línea de conducta que debía seguida momentos tan críticos, salía también afuera, sin que nadie se acordará de él, observando con dolores espantosos espectáculo que se desarrollaba ante su vista, y que nunca imaginara pudiera producirse entre tropas españolas.

Desmoralizadas éstas en absoluto por las fantásticas noticias que seguían circulando respecto a la pérdida de Monsanto, y que el temor aumentaba en proporciones fabulosas; sin atender las explicaciones de los dragones franceses, a quienes no comprendían, y que pretendían mezclarse entre ellos para tranquilizarlos e impedir su fuga; corriendo ya muchos, a pesar de las amonestaciones y aún de los disparos de sus jefes, que de vez en cuando derribaban por tierra a los más exaltados; sin saber Ronquillo dónde dirigirse ni a quién arengar en aquel barullo, cada vez más creciente, comenzando la lucha para apoderarse de las caballerías y los escasos elementos de transporte que se encontraban en el campo, iniciado el desbande de bolicheros y cantinas y de toda la gente extraña al campamento, quienes son sus alaridos y demostraciones aumentaban el estruendo, patente, en fin, el desastre y la idea de escapar fuese como fuese, a la muerte y a la derrota seguras, vióse al cabo de poco tiempo forzado el propio Ronquillo a conformarse con la situación, ordenando la retirada general, no obstante las protestas de los oficiales franceses que habían conseguido llegar hasta él y vociferaban enfurecidos.

La aflicción y la cólera de Genaro al contemplar el vergonzoso repliegue de sus compañeros de armas, que ya nadie podía contener y que se verificaba de cualquier modo, no reconocieron límites, haciéndole maldecir en alta voz de los militares garnachas y de la imprevisión de hombres como Ronquillo, que preferían ocuparse en circunstancias tan supremas de averiguar el secreto de una intriga cortesana en vez de vigilar la situación y el espíritu de los millares de hombres confiados a su inteligencia y a su valor.

Ya iba a lanzarse colina abajo el bizarro joven en ayuda de sus camaradas, cuando sintióse cogido por un brazo y la voz de Nardo resonó suplicante en sus oídos:

—¡Venid, señor! Nuestros caballos se encuentran escondidos y nada podemos hacer aquí junto a esta gente...

Jenaro quiso protestar, defenderse; pero la obstinación del catalán pudo más que él, y, arrastrándole casi, consiguió colocarle sobre el caballo dejándose envolver a poco por la ola de los fugitivos que, a carrera tendida, dirigíase hacia la vecina frontera, seguros de que el enemigo caminaba tras ellos para impedirles el paso.

Cuando al cabo de varias horas de galope sin tino se detuvieron los caballos junto a un arroyo, Nardo que seguía escuchando a lo lejos los rumores de la desbandada, preguntó humilde:

—Y ahora, señor, ¿hacia dónde nos dirigimos? ¿Recibió alguna orden especial de don Francisco Ronquillo?

El recuerdo de su conversación con el ex Corregidor, las amenazas de éste, su arresto, los peligros de toda clase que amenazaban a la madre y a doña Serafina, y la urgencia de poner al corriente a éstas de cuanto sucedía, acudieron en un instante a la mente de Jenaro, que, adoptando en el acto una resolución definitiva, contestó en tono que no admitía réplica:

—¡Vamos a Fuente Guinaldo a todo lo que den nuestros caballos, Nardo! ¡Necesito hablar con don García y cerciorarme por mis ojos de que ni mi madre ni doña Serafina corren ningún peligro, pues el corazón parece presagiarme una desgracia.

—Pero, señor, ¿qué dirá el Capitán Collado si no volvemos en seguida?

—Dirá lo que quiera. Tiempo quedará para informarle de todo. ¡Por de pronto, nada me importa en este mundo fuera de doña Aldonza y de la pobre víctima que la acompaña!

XXXVI

Y la marcha angustiosa, desesperada, se reanudó a través de las asperezas de la sierra de Gata, sin reparar en cansancio ni en fuerzas de cabalgaduras, ni siquiera en el sustento de sus propios cuerpos, que no habían recibido alimento desde el día anterior.

Habían traspuesto la frontera y se encontraban en territorio extremeño, circundados de montañas altísimas, ignorando a punto figo la dirección que debían seguir, guiándose por el instinto y espoleados únicamente por el ansia de devorar distancias y llegar cuanto antes al encuentro de los que permanecían ajenos a los peligros que los amenazaban.

A medida que avanzaban, parecía más larga todavía a Jenaro la distancia que le separaba de Castilla la Vieja, más interminables las sendas que bordeaban las algaidas con que tropezaban, más obscuro el presente y el porvenir que se le ofrecía por todas partes.

Las soledades misteriosas que iban dejando atrás, los bosques y las cañadas que les salían al paso, el aspecto de aquella naturaleza salvaje y abrupta, no conseguían distraer su atención ni impresionarle sino como otros tantos obstáculos que dificultaran su empresa. Su cerebro encontrábase imposibilitado para coordinar ningún pensamiento que no fuera el de correr, cada vez más veloz, y eludir las persecuciones de los hombres y las injusticias de la suerte.

El desastre de las fuerzas de Ronquillo, la visión de aquella turbamulta huyendo antes de combatir ni contemplar siquiera al enemigo, parecía haber desvanecido en el espíritu del mancebo todas las ilusiones y esperanzas de futuras victorias, haciéndole vislumbrar derrotas y desengaños sin cuento. Una decepción total, amarga, invadía lentamente su alma: decepción de sus jefes, decepción de sus compañeros de armas, de los políticos, de la justicia, de la bondad universal y de la misericordia infinita.

Nardo, que hasta entonces no se había atrevido a dirigir la palabra a su amo, viéndole en aquel estado, animóse a proponer tímidamente, cerca del anochecer, que se detuvieran junto a una mísera venta que se divisaba a lo lejos, para dar un poco de descanso a las cabalgaduras y adquirir noticias respecto del camino que debían seguir.

Tan lastimoso era, en efecto, el estado de los infelices corceles, que, rindiéndose ante la evidencia, no tuvo otro remedio Jenaro que consentir en el alto, descendiendo de la silla e indicando con un ademán al sirviente que quedaba en libertad de dirigirse donde quisiera.

—Duerme ahora un rato—exclamó al verle llegar, después de cierto tiempo, con los restos de una comida nauseabunda, de que apenas probó bocado. —Procura conciliar el sueño mientras yo me recuesto contra este árbol y velo para evitar cualquier sorpresa. ¿Qué te dijeron en la venta?

—Que sigamos en esta dirección hasta tropezar con el Águeda, y que tomemos después río arriba hasta Peñaparda: pero que caminemos con cuidado, porque los bandidos andan muy sueltos estos días y más confiados que nunca por la ausencia de tropas. Parece que lo que más les interesa son las caballerías, porque andan cada vez más escasas a causa de la continua mortandad en el ejército.

Jenaro sonrió despreciativamente al escuchar la advertencia; pero, atento a la conservación de los caballos, permaneció alerta, escuchando los ruidos que hasta él llegaban y tratando de penetrar con la mirada el secreto de las tinieblas que les rodeaban.

La fatiga de los últimos días había sido, no obstante, tan excesiva para sus fuerzas, que poco a poco, y casi sin darse cuenta, fue quedándose adormecido a su vez, perdiendo toda noción de la realidad para hundirse en una especie de sima profundísima, donde siguieron persiguiéndole, con mayor encarnizamiento aún, las imágenes que le torturaban, aumentadas y deformadas por la fiebre y el cansancio.

Primero fueron regimientos enteros de seres esqueléticos y andrajosos, en cuyos rostros se adivinaban todos los estigmas de las enfermedades y los sufrimientos, que desfilaban como espectros en una llanura sin fin: después, batallas, luchas interminables, maniobras desordenadas, ejércitos envueltos entre humo y fuego, buques que se hundían, hombres que pugnaban por salvarse agarrados a los restos de los navíos, sangre que enrojecía las aguas y cambiaba su color, ciudades enteras ardían por los cuatro costados, caravanas de mujeres, ancianos y niños que escapaban de entre las ruinas desparramándose por todos los caminos con rugidos de dolor, como si llamaran la cólera divina sobre los causantes de tanta desgracia.

Por fin, y dominando todos aquellos horrores, que se iban desvaneciendo cual transparente neblina, apareció ante Jenaro la figura de su madre, que adelantaba lentamente hacia él, con los ojos bañados en lágrimas y los brazos extendidos, como si quisiera recibirle y ampararle en ellos. Aquella visión consoladora equivalió a un remedio heroico que apaciguara instantáneamente los padecimientos del durmiente, quien dirigiéndose hacia el dorado fantasma, intentó acercarse y postrarse de rodillas ante él. Mas a pesar de todas sus energías y sobrehumanos esfuerzos por alcanzarla, los pies, clavados en tierra, negábanse a obedecerle, y la aparición continuaba inmóvil, siempre a la misma distancia, conservando idéntica actitud, pero mirándole con una expresión que ya no era sólo de ternura, sino de angustia, de espanto, de desesperación infinita, al considerar que, a pesar de su llamada, el hijo no acudía a socorrerla ni a recibir su postrer adiós.

Fijándose entonces en el pecho de la madre, descubrió Jenaro, clavado en el centro hasta la empuñadura, un puñal, del que se desprendía gota a gota la sangre de sus venas.

Los ojos de la aparición comenzaron a cerrarse poco a poco, sin desviar la mirada del ser querido, que la veía morir, incapaz de socorrerla; sus labios pronunciaron distintamente su nombre; “Jenaro”, y sus brazos fueron cayendo y plegándose como dos alas de ángel.

La impresión llegó a ser tan real e irresistible, que el muchacho lanzó un grito de horror, que resonó en la soledad de las montañas, haciéndole incorporarse de pronto y abrir los ojos, ya despierto del todo.

—¿Qué sucede, señor?—preguntó asustado Nardo, acudiendo solícito.

—¡Nada, nada!... Es decir, sí—repuso febrilmente Jenaro: —una alucinación, un presentimiento, un aviso del Cielo; no sé qué será; ¡ojalá se trate de una locura mía! Pero vamos a seguir ahora mismo el camino. Es imposible que permanezcamos más tiempo aquí. Forzaremos el paso. Acabaremos con los caballos, si es preciso. ¡De todos modos, antes de que anochezca tenemos que llegar a Fuente Guinaldo!

Obedeciendo como siempre, y sin atreverse a contrariar a su amo con observaciones superfluas, aprontó Nardo los corceles, que aún continuaban fatigados, y reanudóse el galope en la obscuridad, dejando a la experiencia de los animales la dirección del camino que debían seguir para descender del otro lado de la sierra.

Jenaro, que no podía apartar de su mente el recuerdo de la anterior pesadilla, interrogó de pronto al criado, en tono enérgico:

—Ya es tiempo de que me digas toda la verdad, por tremenda que sea. ¿Es cierto que cuando dejaste a mi madre se encontraba bien y no sentía ninguna nueva preocupación respecto de mí o de doña Serafina?

—Le diré, mi amo—repuso vacilante el catalán. —Como bien, ya le dije que doña Aldonza se encontraba bastante molesta con unas tercianas que la tenían muy acobardada, aunque no tanto como en el camino de Ciudad Rodrigo. Y tocante a lo otro, confieso que no le comuniqué todo lo que sabía porque don García me encargó mucho que guardara silencio, mientras no ocurriera nada nuevo o no le amenazase al señor algún peligro. Pero lo cierto es que, según parece, el Señor Canónigo ha escrito a su hermana diciéndole que no sabía cómo diablos había descubierto doña Leonisa que su meced era ido a la corte para casarse y que seguía con la novia y la madre camino de Salamanca, donde le tenían perdidos los pasos, aunque confiaban en encontrarlos dentro de muy poco. Su Reverencia añadía en la carta que el fugitivo y el resentimiento de la Señora Princesa al enterarse de todo aquello habían sido tan grandes que le llevaron al extremo de abandonar Toledo, sin despedirse de nadie, ignorándose desde entonces dónde pueda encontrarse Su Excelencia. El señor Canónigo creía que debe andar por Salamanca buscando nuestras huellas, a menos que no haya ido a Lisboa detrás de su marido, que, según parece, también estuvo a visitarla en los días que nosotros salimos de allá. Lo único positivo es que a su paso por Madrid la condenada ricahembra, que por lo visto debe andar frenética ante la idea de que alguien haya podido burlarla, convenció a la abuela para que solicitara la prisión de doña Aldonza y la nuestra, dondequiera que nos halláramos, acusándonos a todos como culpables del rapto de la Niña de Planta, en lo cual, por desgracia, no se equivoca, aunque ella sospeche otra cosa muy distinta y se deje llevar únicamente del despecho y del orgullo ofendido.

—¡Ahora comprendo! —exclamó Jenaro cuando el sirviente terminó de hablar. —Por eso sin duda fue por lo que Ronquillo… Vamos, Nardo, vamos, que no hay tiempo que perder, si queremos oponernos a las maquinaciones de esa mujer abominable.

Desgraciadamente, la resistencia de los caballos no alcanzó sino a conducir a sus jinetes hasta cerca del pueblo de Peñaparda, donde, agotados y casi muertos, cayeron al suelo para no levantarse más, indiferentes a los gritos y a los golpes de Nardo.

Resignados con el contratiempo, que aunque previsto resultaba lamentable, dejaron entonces a los animales entregados a la suerte, y tras beber un poco de leche que les proporcionaron unos pastores, continuaron a pie la ruta, con la esperanza de atravesar la cadena de montes que los separaba de Fuente Guinaldo antes de que transcurriera la tarde.

Dudosos acerca de la distancia, caminaban los resueltos muchachos bajo los abrasadores rayos del sol, muertos de fatiga y de hambre, pero sin detenerse, cuando acertó a pasar junto a ellos una pareja de viejos que les indicaron que no estaban muy lejos del lugar que buscaban, previniéndoles al mismo tiempo que anduvieran con cuidado, pues habían oído decir aquella mañana que del lado de Fuente Guinaldo se oían descargas de fusilería, lo que hacía presumir que sus vecinos fueran objeto de alguna sorpresa por parte de los portugueses.

Aquellas noticias tan alarmantes sirvieron de acicate a Jenaro y a Nardo para apresurar la marcha, recobrando al punto las energías, que comenzaban a faltarles y aumentando la velocidad de su andar hasta el límite de lo posible.

Una legua más allá toparon con un carrito, dentro del cual amontonábanse varias mujeres que estrechaban contra sus pechos a varios niños, en cuyos rostros se pintaba tal expresión de terror, que Jenaro apenas si encontró palabras para preguntarles de dónde venían y qué les había sucedido.

—¡No nos maten, por favor! ¡Déjennos seguir! ¡Venimos de allá…, del pueblo! —contestó al fin una de las interpeladas, señalando a lo lejos. —¡Los bandidos…! ¡El ataque…! ¡Desde esta mañana todo arde! ¡Los que no lograron encerrarse a tiempo en la iglesia, muertos…, muertos, o…! ¡Dejadnos, dejadnos, que aún pueden alcanzar a descubrir nuestra huida, y entonces…!

Jenaro no pudo oír más, y continuó corriendo, sin volver siquiera la cabeza para enterarse de si Nardo le seguía.

Por fin, al trasponer una colina, apareció a sus ojos, muy próximo ya, el ansiado y minúsculo Fuente Guinaldo, colocado en una pequeña altura bordeada por el río Águeda y destacando en el horizonte la torre de su iglesia parroquial, que parecía insignificante al lado de las altas columnas de humo que se levantaban por varios lados del caserío hasta perderse en la penumbra que comenzaba a formar el crepúsculo de la tarde.

—¡Asesinos! ¡Miserables! ¡Aguardad! ¡Dios mío, ayúdame! ¡Dame fuerzas para llegar a tiempo y salvarlas! —gimió inconsciente Jenaro, echando a correr en un arranque sobrehumano de resolución.

Y Dios pareció oírle y sostener su ánimo en aquellos momentos supremos, pues, sin atinar a explicarse cómo ni cuándo, encontróse de pronto a la entrada del pueblo y guiado por su amor y sus sentimientos, indiferente al incendio y a las voces de los heridos moribundos, avanzó calle arriba hasta encontrarse en la plaza, que correspondía al punto más elevado del lugar, pudiendo abarcar desde allí y en una sola ojeada el desenlace de la tragedia fratricida que acababa de desarrollarse en aquellos momentos.

XXXVII

Rodeando el templo, para que nadie pudiera escapar de su interior o agrupados frente a la puerta principal, que acababa de saltar hecha astillas, gracias a los esfuerzos hercúleos de aquella banda de forajidos que nada parecían respetar, mostrábanse trescientos o cuatrocientos hombres de varias nacionalidades, con más aspecto de fieras que de personas, tanto por sus rostros ennegrecidos e imposibles de identificar como por la variedad de sus vestimentas y arreos.

Tendidos sobre el suelo, junto a ellos, en posturas violentas e inverosímiles, o retorciéndose en los espasmos de la agonía, aparecían muertos y heridos en abundancia, de quienes nadie se ocupaba, mientras allá en lo alto de la torre parroquial, enloquecidas por la pasión y el rencor, seguían disparando sus armar varias mujeres y un par de zagales, cuyos alaridos se escuchaban desde abajo.

Algo más lejos, con los ojos fijos en la derribada puerta, y como si esperasen algo, destacábase un grupo de personas a pie y a caballo, que debían ser los directores de aquella hazaña, rodeando a una amazona gallardísima, en quien Jenaro reconoció al punto a la Princesa de Ornano, bella y terrible, cual nunca se presentara a sus ojos.

Antes de que pudiera intentar nada para llamar su atención, el bandidaje que se amontonaba a la entrada comenzó a retroceder y a ensancharse para dejar paso a diez o doce hombres que adelantaban al exterior conduciendo a rastras a una mujer y un anciano que forcejeaban en vano por desasirse de sus garras.

—¡Conducidlos aquí! ¡No los toquéis! —ordenó la voz imperiosa de doña Leonisa. —¡Qu yo la vea antes de entregárosla!

Y acercando el caballo, se inclinó hacia la mujer para examinarla bien, dejando escapar un grito de sorpresa y de salvaje triunfo al encontrarse con la duquesa de Sahagún, que la miraba espantada.

—¿Eras tú, miserable? ¡Tú! —rugió, fuera de sí, la ricahembra. —¡Al fin caíste en mi poder! ¿Y él? ¿Él, dónde está?

En el mismo instante, Jenaro, lanzando un grito de furia y con sus pistolas amartilladas, saltó como un tigre al encuentro de los prisioneros, abatiendo cuanto se oponía a su paso y gritando como un energúmeno:

—¡Mi madre! ¡Mi madre! ¿Qué ha sido de ella, Serafina?

La Niña de Plata contempló atónita el espectro que en tan crítico momento se interponía entre sus verdugos, y le dirigió una mirada, una sola, pero tan dolorosa, tan llena de piedad y de cariño, que Jenaro comprendió sin necesidad de palabras su orfandad y sintió latir las alas de la muerte en torno suyo.

—No le matéis, cogedle vivo—clamó una voz cercana.

Aquella orden pareció infundir nuevos alientos al abatido mozo, que, colocándose delante de doña Serafina y don García, cual si pretendiera escudarlos con su cuerpo, principió a defenderlos contra todo el mundo, con la bravura de un verdadero león.

Doña Leonisa, víctima de los sentimientos más contradictorios, presenciaba la escena sin atreverse a ponerle fin ni preocuparse por la caída de varios de sus secuaces, que se rendían ante las armas del vencedor.

Pero la lucha duró poco tiempo. Los enemigos se multiplicaron, arrollando al héroe, y comprendiendo éste que nada podría hacer ya, irguióse por última vez, desafiando con la mirada a la ricahembra, mientras su vos recia y varonil proclamaba indomable:

—¡Viva Felipe V! ¡Muera el archiduque!

Y lo que hasta entonces no habían podido conseguir las blanduras, ni el reconocimiento, ni la ambición, consiguiólo en un segundo la desgracia, la crueldad y la muerte, identificando para siempre al hijo de doña Aldonza con la causa de los Borbones, que era la suya, la de sus amigos, la única que podía vengarle de los asesinos de su madre.

Doña Leonisa, impresionada por aquella temeridad de verdadero demente, quiso lanzar su caballo y deshacer el círculo que rodeaba al imprudente que así se jugaba la vida, pero no pudo lograrlo. Los forajidos que luchaban con Jenaro lograron por fin apoderarse de éste y taparle la boca para que no gritara más.

Alguien golpeó la cabeza del joven a fin de hacerle perder el sentido. La vista de sus ojos nublóse con un velo de sangre, que le ocultó todas las miserias del mundo; las numerosas heridas de su cuerpo cesaron de hacerle padecer, y la última sensación de que pudo darse cuenta fue la de sentirse levantado del suelo y llevado en volandas por centenares de manos que le conducían lejos, muy lejos, al mismo tiempo que un alarido inmenso resonaba en los aires pidiendo su muerte en todos los idiomas conocidos.

Buenos Aires, Abril de 1924.