01 febrero 2016

Las luchas fratricidas en España. Austrias y Borbones

Fuenteguinaldo no sólo aparece en la prensa, también se sitúan en él algunos acontecimientos de la novela "Las luchas fratricidas en España: Austrias y Borbones", que, a semejanza de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, escribió Alfonso Danvila, embajador de España en Argentina. (Aquí tenéis un fragmento).

A este hecho hace referencia don Alejandro Blázquez en su Historia de Fuenteguinaldo.

XXXV


Los cumplimientos y las alabanzas de cuántos conocían al hijo de doña Aldonza acompañaron a éste desde aquel día, constituyéndose en ídolo de sus soldados, que hubieran corrido gustosos dondequiera que les ordenara seguirlos; pero las heridas de don Gaspar Collado y su forzada inacción movieron a los jefes franceses a disponer que la valerosa Compañía permaneciera destacada en Villa Velha, formando parte de los dos batallones y quince escuadrones puestos a las órdenes del señor de Gaetano, Mariscal de Campo español, encargado de custodiar el puente sobre el Tajo una vez que cruzara por él Su Majestad Católica con el resto de las fuerzas borbónicas.

Hasta el propio M. de Thouy, instigado por el Capitán Bournonville y por otros franceses que habían tomado parte en la acción, dirigió su uniforme al Comandante de las fuerzas de Castilla la Vieja enalteciendo la conducta del Subteniente, que ya todos consideraban como ascendido, cuando al cabo de una semana, y precisamente la víspera de la partida del Rey, se recibió en el campamento un pliego de Don Francisco Ronquillo ordenando la presentación inmediata de Jenaro de Pereda donde quiera que se encontrara su General, que fechaba la carta en el castillo de Monsanto.

Los plácemes de todos a acompañaron al joven en cuanto se tuvo conocimiento de la misión, y empeñado el orgulloso don Gaspar en que se cumplimentará los deseos de Ronquillo, apuró a Genaro cuánto le fue posible, realizando milagros para conseguirle un caballo, a fin de que pudiera llevar a término su viaje con mayor prontitud y sin tanta fatiga como a la venida.

Bien hubiera querido el muchacho aguardar el regreso de su sirviente, cuya extraordinaria demora comenzaba a inquietarle, pensando en lo que pudiera ocurrir en Ciudad Rodrigo, mas, apremiado por el Capitán, no tuvo otro remedio que conformarse con lo dispuesto por el destino y emprender a la siguiente mañana el camino, sin consentir que le acompañará nadie, como hubieran sido los deseos de Collado.

Y no tardó el Subteniente en celebrar su inspiración, pues apenas había recorrido dos leguas en dirección a Castello Branco, cuando vio venir por el camino un jinete en quien al punto reconoció su fiel catalán, que al divisarle clavó espuelas al caballo para reunirse con él.

Contestando inmediatamente a las ansiosas preguntas del amo, refirió Nardo, con toda clase de detalles, el resultado de su expedición, que no tropezara con ningún obstáculo a la ida, llegando sano y salvo a la presencia de don García de Zúñiga, quién, al tanto de todo lo averiguado por Jenaro, dispuso en seguida de la traslación de las mujeres al pueblo de Fuente Guinaldo, donde estarían más seguras y resguardadas por la milicia levantada en aquel lugar, que reconocía por jefe al veterano de Flandes.

—¿Y mi madre? ¿Cómo se encontraba? ¿Qué dijo cuando se enteró de las indiscreciones de Renato?— preguntó ansioso Jenaro.

—Mi señora doña Aldonza, que parece ha recibido cartas de Toledo con noticias de los Villarrubia, ignoraba lo sucedido al Caballero de Vaureal porque don García no juzgó necesario decírselo, para no alarmarla y empeorar su estado.

—Pues qué, ¿Se encuentra otra vez enferma?— exclamó azorado Pereda, olvidándose de todo para no pensar sino en aquello que le llegaba más al alma.

—No se alarme, señor— apresuraróse a decir Nardo, —que nada ocurre de grave si no es unas tercianillas, propias de la época y del lugar, que tienen algo molesta a su merced. Pero por lo demás se encuentra bien y cada vez más contenta de tener a su lado un ángel como la Señora Serafina, que la cuida y regala mejor que lo haría su propia hija.

—¿Y si todo ha salido tan bien— continuó preguntando Jenaro, —¿a qué obedeció su tardanza en regresar? ¡No sería por miedo a responder del hurto del caballo que te vi hacer, pues ya me he dado cuenta de que vienes montado en otro harto superior al primero!

El catalán bajó los ojos y se limitó a decir:

—¡Ay mi amo! Es que como don García no se fiaba de nadie, tuve que quedarme hasta conducir las señoras al pueblo. ¿Y por aquí no ha ocurrido novedad? ¿A qué obedece este encuentro, si se puede saber?

En pocas palabras puso Jenaro al corriente a su criado en lo sucedido durante su ausencia; mas, en lugar de responder con felicitaciones y entusiasmos, contentóse Nardo con significar su extrañeza ante aquel llamamiento tan intempestivo, cuando la Compañía de Collado no contaba otro jefe que su sargento.

Discurriendo así, llegaron a Castelo Branco, donde pudieron averiguar que don Francisco Ronquillo había salido ya de Monsanto, encontrándose acampado en un paraje cercano, muy abundante de provisiones, llamado la Zarza, para estar pronto a socorrer al señor Joffreville, quien temía verse atacado por las fuerzas portuguesas del Marqués de las Minas.

Al propio tiempo les advirtieron que anduvieran con suma cautela, tanto de día como de noche, durante el camino que pensaban seguir, pues hacía poco tiempo, y como represalia de las atrocidades cometidas por don Bonifacio Manrique, habían aparecido varias bandas sueltas, compuestas en su mayoría de desertores borbónicos, partidarios del Almirante de Castilla, y vagabundos de los países aliados, que infestaban la frontera entre el Duero y el Tajo, realizando continúas incursiones y sorpresas por caminos y poblados, y destruyendo sin piedad los pequeños vecindarios que intentaban resistirlos.

Aquel nuevo azote de la guerra producía tal espanto en los pueblos de la comarca y tanta indignación entre la soldadesca, que don Francisco Ronquillo deseaba hacer un ejemplar escarmiento en cuanto la suerte le depara la captura de alguno de los cabecillas que dirigían las hordas, especialmente si se trataba de una mujer a quien se había señalado en dos o tres ataques, y a la que los sencillos aldeanos indicaban como principal caudillo de los guerrilleros; pero todos sus esfuerzos habían resultado hasta entonces inútiles por la increíble movilidad de aquellas huestes irregulares y la maravillosa precisión con que realizaban sus ataques.

No obstante tan siniestros augurios, ningún encuentro enojoso tuvieron que lamentar los expedicionarios hasta la Zarza, donde llegaron frescos y descansados al tercer día de viaje, dirigiéndose acto seguido a una casucha colocada en una eminencia, que varios soldados les indicaron como cuartel general del famoso ex Corregidor de Madrid, transformado por obra y gracia de las circunstancias en Teniente General y árbitro de las fuerzas de Castilla la Vieja.

Sorprendido al ver todos los escuadrones de infantería formados en línea de batalla, y mientras llegaban a la puerta, acompañados de un guía, pudieron informarse de que aquel recibimiento respondía al anuncio de encontrarse amenazados por un ataque general de Marqués de Minas, contra cuyas fuerzas habían salido aquella misma mañana los escuadrones de caballería francesa al mando de M. de Joffreville.

Impaciente al escuchar esto por ponerse a las órdenes del superior, penetró Jenaro apresuradamente en la residencia de éste, encontrándole sentado frente a una mesa y rodeado de Ayudantes y Secretarios a quienes dictaba, en alta voz y a un tiempo, diversas comunicaciones, avisando de su delicada situación a los brigadieres más próximos.

Ronquillo, que ya se encontraba cercano a la vejez, y en cuya figura y maneras se adivinaba al hombre más avezado a manejar la vara de la justicia que el bastón de mando, fingió no percatarse de la presencia del intruso hasta que terminó la tarea en que se hallaba empeñado, y, volviendo entonces el rostro hacia el desconocido Subteniente, que permanecía sin saber qué hacer ni qué decir, preguntóle bruscamente quién era y a qué obedecía su atrevimiento en penetrar hasta allí sin previa licencia.

Desconcertado ante aquel recibimiento y cobijado por la sequedad de las palabras del señor, cuyo receloso carácter era conocido en todo el ejército, apenas si pudo Jenaro balbucear su nombre, mostrando a la carta en que se le mandaba llamar.

Considerándole entonces Ronquillo con gran atención y despidiendo con un ademán busco a cuántos le circundaban, permaneció durante algunos minutos callado, hasta cerciorarse de que nadie les oía, y adelantando entonces unos pasos, sin separar la vista del joven, exclamó de pronto severamente:

—¡Conque el caballerito es el Subteniente Jenaro de Pereda, sobrino del reverendo don Juan Antonio Urraca! muy bien. Hace ya tiempo que deseaba hacerle una pregunta cara a cara y es la siguiente: ¿Dónde se encuentra en este momento la excelentísima señora Duquesa de Sahagún y de la Cea, desaparecida de la Corte hace unos 3 meses, y a la que desde entonces busca en vano su familia, teniendo que haya sido víctima de un secuestro o de algún crimen abominable?

Los nervios de Jenaro sufrieron terrible conmoción al escuchar aquella pregunta que tan lejos estaba de presumir; pero recapacitando al instante y comprendiendo que de su respuesta dependía la suerte de doña Serafina y la de doña Aldonza, contestó con voz serena:

—Ignoro en absoluto los sucesos a que Vuestra Excelencia se refiere.

—¿Conque los ignoráis, eh? Pues vais a tener tiempo de recordarlos, porque desde este momento quedáis a disposición de la justicia y arrestado en este campo hasta que podáis ser trasladado a Madrid, como merecéis ser conducido.

—Mi fuero, señor Teniente General, me da derecho a otra clase de jueces y de consideraciones, mientras no se me pruebe el delito de que se me acusa, y que aún desconozco.

—Negáis haber raptado a la Duquesa de Sahagún, en complicidad con el Caballero de Vaureal, vuestro es íntimo amigo, y ocultarla actualmente valiéndoos de medios que aún no han podido ser puestos en claro, pero que no tardarán en descubrirse?

A pesar de su emoción, comprendió al punto el hijo de doña Aldonza que en Madrid se continuaba ignorando su verdadera participación en el hecho, y, sintiéndose más seguro, contestó con arrogancia:

—Lo único que me es imposible negar es la intimidad que me une desde hace años con Monsieur de Vaureal, pero como no he visto a éste desde hace más de 8 meses, según puedo demostrar con pruebas, nada sé de lo que se refiere a su conducta privada, sobre la que él podrá informar mejor que nadie.

— Cierto que sí; pero, desgraciadamente para vos no podrá hacerlo tan pronto, porque a estas horas debe de encontrarse ya en París, de donde no volverá más, según todas las probabilidades. Vuestra posición es, pues, desesperada y no volveréis a recuperar la libertad hasta que confeséis dónde se encuentra la mayorazga de Sahagún. ¡Con vuestra cabeza respondéis de la vida y del honor de esa doncella! ¡Hola...! —exclamó palmeando las manos a fin de llamar a sus Ayudantes.

Mas antes de que pudiera dictar ninguna orden, abrióse de repente la puerta de un estrépito y aparecieron varios oficiales con los semblantes demudados, que, sin aguardar preguntas, comenzaron a gritar: 

—¡Señor, señor! ¡Venga pronto! ¡Los portugueses! ¡Han reconquistado Monsanto y vienen sobre nosotros a todo escape, después de deshacer a la caballería francesa, que huye arrojando sus fusiles! ¡El pánico ha invadido a nuestros soldados y se niegan a marchar al encuentro del enemigo, no obstante los esfuerzos que hacemos para contener el desbande! ¡La presencia de su General es quizá lo único que puede impresionarlos y evitar una catástrofe!

Pálido de rabia, previendo la desgracia irreparable que se le venía encima, y olvidando al momento la presencia de Jenaro y cuanto no fuera el prestigio de su nombre y la honra de los cuerpos que dirigía, salió corriendo Ronquillo hacia el llano, dónde, revueltos y confusos los antes bien ordenados escuadrones, arremolinábanse en torno de los oficiales, gritando todos a un tiempo y esparciéndose cada vez más al través del campo.

Genaro, aquí en aquella providencial distracción ofrecía un instante de respiro para tratarse la línea de conducta que debía seguida momentos tan críticos, salía también afuera, sin que nadie se acordará de él, observando con dolores espantosos espectáculo que se desarrollaba ante su vista, y que nunca imaginara pudiera producirse entre tropas españolas.

Desmoralizadas éstas en absoluto por las fantásticas noticias que seguían circulando respecto a la pérdida de Monsanto, y que el temor aumentaba en proporciones fabulosas; sin atender las explicaciones de los dragones franceses, a quienes no comprendían, y que pretendían mezclarse entre ellos para tranquilizarlos e impedir su fuga; corriendo ya muchos, a pesar de las amonestaciones y aún de los disparos de sus jefes, que de vez en cuando derribaban por tierra a los más exaltados; sin saber Ronquillo dónde dirigirse ni a quién arengar en aquel barullo, cada vez más creciente, comenzando la lucha para apoderarse de las caballerías y los escasos elementos de transporte que se encontraban en el campo, iniciado el desbande de bolicheros y cantinas y de toda la gente extraña al campamento, quienes son sus alaridos y demostraciones aumentaban el estruendo, patente, en fin, el desastre y la idea de escapar fuese como fuese, a la muerte y a la derrota seguras, vióse al cabo de poco tiempo forzado el propio Ronquillo a conformarse con la situación, ordenando la retirada general, no obstante las protestas de los oficiales franceses que habían conseguido llegar hasta él y vociferaban enfurecidos.

La aflicción y la cólera de Genaro al contemplar el vergonzoso repliegue de sus compañeros de armas, que ya nadie podía contener y que se verificaba de cualquier modo, no reconocieron límites, haciéndole maldecir en alta voz de los militares garnachas y de la imprevisión de hombres como Ronquillo, que preferían ocuparse en circunstancias tan supremas de averiguar el secreto de una intriga cortesana en vez de vigilar la situación y el espíritu de los millares de hombres confiados a su inteligencia y a su valor.

Ya iba a lanzarse colina abajo el bizarro joven en ayuda de sus camaradas, cuando sintióse cogido por un brazo y la voz de Nardo resonó suplicante en sus oídos:

—¡Venid, señor! Nuestros caballos se encuentran escondidos y nada podemos hacer aquí junto a esta gente...

Jenaro quiso protestar, defenderse; pero la obstinación del catalán pudo más que él, y, arrastrándole casi, consiguió colocarle sobre el caballo dejándose envolver a poco por la ola de los fugitivos que, a carrera tendida, dirigíase hacia la vecina frontera, seguros de que el enemigo caminaba tras ellos para impedirles el paso.

Cuando al cabo de varias horas de galope sin tino se detuvieron los caballos junto a un arroyo, Nardo que seguía escuchando a lo lejos los rumores de la desbandada, preguntó humilde:

—Y ahora, señor, ¿hacia dónde nos dirigimos? ¿Recibió alguna orden especial de don Francisco Ronquillo?

El recuerdo de su conversación con el ex Corregidor, las amenazas de éste, su arresto, los peligros de toda clase que amenazaban a la madre y a doña Serafina, y la urgencia de poner al corriente a éstas de cuanto sucedía, acudieron en un instante a la mente de Jenaro, que, adoptando en el acto una resolución definitiva, contestó en tono que no admitía réplica:

—¡Vamos a Fuente Guinaldo a todo lo que den nuestros caballos, Nardo! ¡Necesito hablar con don García y cerciorarme por mis ojos de que ni mi madre ni doña Serafina corren ningún peligro, pues el corazón parece presagiarme una desgracia.

—Pero, señor, ¿qué dirá el Capitán Collado si no volvemos en seguida?

—Dirá lo que quiera. Tiempo quedará para informarle de todo. ¡Por de pronto, nada me importa en este mundo fuera de doña Aldonza y de la pobre víctima que la acompaña!

XXXVI

Y la marcha angustiosa, desesperada, se reanudó a través de las asperezas de la sierra de Gata, sin reparar en cansancio ni en fuerzas de cabalgaduras, ni siquiera en el sustento de sus propios cuerpos, que no habían recibido alimento desde el día anterior.

Habían traspuesto la frontera y se encontraban en territorio extremeño, circundados de montañas altísimas, ignorando a punto figo la dirección que debían seguir, guiándose por el instinto y espoleados únicamente por el ansia de devorar distancias y llegar cuanto antes al encuentro de los que permanecían ajenos a los peligros que los amenazaban.

A medida que avanzaban, parecía más larga todavía a Jenaro la distancia que le separaba de Castilla la Vieja, más interminables las sendas que bordeaban las algaidas con que tropezaban, más obscuro el presente y el porvenir que se le ofrecía por todas partes.

Las soledades misteriosas que iban dejando atrás, los bosques y las cañadas que les salían al paso, el aspecto de aquella naturaleza salvaje y abrupta, no conseguían distraer su atención ni impresionarle sino como otros tantos obstáculos que dificultaran su empresa. Su cerebro encontrábase imposibilitado para coordinar ningún pensamiento que no fuera el de correr, cada vez más veloz, y eludir las persecuciones de los hombres y las injusticias de la suerte.

El desastre de las fuerzas de Ronquillo, la visión de aquella turbamulta huyendo antes de combatir ni contemplar siquiera al enemigo, parecía haber desvanecido en el espíritu del mancebo todas las ilusiones y esperanzas de futuras victorias, haciéndole vislumbrar derrotas y desengaños sin cuento. Una decepción total, amarga, invadía lentamente su alma: decepción de sus jefes, decepción de sus compañeros de armas, de los políticos, de la justicia, de la bondad universal y de la misericordia infinita.

Nardo, que hasta entonces no se había atrevido a dirigir la palabra a su amo, viéndole en aquel estado, animóse a proponer tímidamente, cerca del anochecer, que se detuvieran junto a una mísera venta que se divisaba a lo lejos, para dar un poco de descanso a las cabalgaduras y adquirir noticias respecto del camino que debían seguir.

Tan lastimoso era, en efecto, el estado de los infelices corceles, que, rindiéndose ante la evidencia, no tuvo otro remedio Jenaro que consentir en el alto, descendiendo de la silla e indicando con un ademán al sirviente que quedaba en libertad de dirigirse donde quisiera.

—Duerme ahora un rato—exclamó al verle llegar, después de cierto tiempo, con los restos de una comida nauseabunda, de que apenas probó bocado. —Procura conciliar el sueño mientras yo me recuesto contra este árbol y velo para evitar cualquier sorpresa. ¿Qué te dijeron en la venta?

—Que sigamos en esta dirección hasta tropezar con el Águeda, y que tomemos después río arriba hasta Peñaparda: pero que caminemos con cuidado, porque los bandidos andan muy sueltos estos días y más confiados que nunca por la ausencia de tropas. Parece que lo que más les interesa son las caballerías, porque andan cada vez más escasas a causa de la continua mortandad en el ejército.

Jenaro sonrió despreciativamente al escuchar la advertencia; pero, atento a la conservación de los caballos, permaneció alerta, escuchando los ruidos que hasta él llegaban y tratando de penetrar con la mirada el secreto de las tinieblas que les rodeaban.

La fatiga de los últimos días había sido, no obstante, tan excesiva para sus fuerzas, que poco a poco, y casi sin darse cuenta, fue quedándose adormecido a su vez, perdiendo toda noción de la realidad para hundirse en una especie de sima profundísima, donde siguieron persiguiéndole, con mayor encarnizamiento aún, las imágenes que le torturaban, aumentadas y deformadas por la fiebre y el cansancio.

Primero fueron regimientos enteros de seres esqueléticos y andrajosos, en cuyos rostros se adivinaban todos los estigmas de las enfermedades y los sufrimientos, que desfilaban como espectros en una llanura sin fin: después, batallas, luchas interminables, maniobras desordenadas, ejércitos envueltos entre humo y fuego, buques que se hundían, hombres que pugnaban por salvarse agarrados a los restos de los navíos, sangre que enrojecía las aguas y cambiaba su color, ciudades enteras ardían por los cuatro costados, caravanas de mujeres, ancianos y niños que escapaban de entre las ruinas desparramándose por todos los caminos con rugidos de dolor, como si llamaran la cólera divina sobre los causantes de tanta desgracia.

Por fin, y dominando todos aquellos horrores, que se iban desvaneciendo cual transparente neblina, apareció ante Jenaro la figura de su madre, que adelantaba lentamente hacia él, con los ojos bañados en lágrimas y los brazos extendidos, como si quisiera recibirle y ampararle en ellos. Aquella visión consoladora equivalió a un remedio heroico que apaciguara instantáneamente los padecimientos del durmiente, quien dirigiéndose hacia el dorado fantasma, intentó acercarse y postrarse de rodillas ante él. Mas a pesar de todas sus energías y sobrehumanos esfuerzos por alcanzarla, los pies, clavados en tierra, negábanse a obedecerle, y la aparición continuaba inmóvil, siempre a la misma distancia, conservando idéntica actitud, pero mirándole con una expresión que ya no era sólo de ternura, sino de angustia, de espanto, de desesperación infinita, al considerar que, a pesar de su llamada, el hijo no acudía a socorrerla ni a recibir su postrer adiós.

Fijándose entonces en el pecho de la madre, descubrió Jenaro, clavado en el centro hasta la empuñadura, un puñal, del que se desprendía gota a gota la sangre de sus venas.

Los ojos de la aparición comenzaron a cerrarse poco a poco, sin desviar la mirada del ser querido, que la veía morir, incapaz de socorrerla; sus labios pronunciaron distintamente su nombre; “Jenaro”, y sus brazos fueron cayendo y plegándose como dos alas de ángel.

La impresión llegó a ser tan real e irresistible, que el muchacho lanzó un grito de horror, que resonó en la soledad de las montañas, haciéndole incorporarse de pronto y abrir los ojos, ya despierto del todo.

—¿Qué sucede, señor?—preguntó asustado Nardo, acudiendo solícito.

—¡Nada, nada!... Es decir, sí—repuso febrilmente Jenaro: —una alucinación, un presentimiento, un aviso del Cielo; no sé qué será; ¡ojalá se trate de una locura mía! Pero vamos a seguir ahora mismo el camino. Es imposible que permanezcamos más tiempo aquí. Forzaremos el paso. Acabaremos con los caballos, si es preciso. ¡De todos modos, antes de que anochezca tenemos que llegar a Fuente Guinaldo!

Obedeciendo como siempre, y sin atreverse a contrariar a su amo con observaciones superfluas, aprontó Nardo los corceles, que aún continuaban fatigados, y reanudóse el galope en la obscuridad, dejando a la experiencia de los animales la dirección del camino que debían seguir para descender del otro lado de la sierra.

Jenaro, que no podía apartar de su mente el recuerdo de la anterior pesadilla, interrogó de pronto al criado, en tono enérgico:

—Ya es tiempo de que me digas toda la verdad, por tremenda que sea. ¿Es cierto que cuando dejaste a mi madre se encontraba bien y no sentía ninguna nueva preocupación respecto de mí o de doña Serafina?

—Le diré, mi amo—repuso vacilante el catalán. —Como bien, ya le dije que doña Aldonza se encontraba bastante molesta con unas tercianas que la tenían muy acobardada, aunque no tanto como en el camino de Ciudad Rodrigo. Y tocante a lo otro, confieso que no le comuniqué todo lo que sabía porque don García me encargó mucho que guardara silencio, mientras no ocurriera nada nuevo o no le amenazase al señor algún peligro. Pero lo cierto es que, según parece, el Señor Canónigo ha escrito a su hermana diciéndole que no sabía cómo diablos había descubierto doña Leonisa que su meced era ido a la corte para casarse y que seguía con la novia y la madre camino de Salamanca, donde le tenían perdidos los pasos, aunque confiaban en encontrarlos dentro de muy poco. Su Reverencia añadía en la carta que el fugitivo y el resentimiento de la Señora Princesa al enterarse de todo aquello habían sido tan grandes que le llevaron al extremo de abandonar Toledo, sin despedirse de nadie, ignorándose desde entonces dónde pueda encontrarse Su Excelencia. El señor Canónigo creía que debe andar por Salamanca buscando nuestras huellas, a menos que no haya ido a Lisboa detrás de su marido, que, según parece, también estuvo a visitarla en los días que nosotros salimos de allá. Lo único positivo es que a su paso por Madrid la condenada ricahembra, que por lo visto debe andar frenética ante la idea de que alguien haya podido burlarla, convenció a la abuela para que solicitara la prisión de doña Aldonza y la nuestra, dondequiera que nos halláramos, acusándonos a todos como culpables del rapto de la Niña de Planta, en lo cual, por desgracia, no se equivoca, aunque ella sospeche otra cosa muy distinta y se deje llevar únicamente del despecho y del orgullo ofendido.

—¡Ahora comprendo! —exclamó Jenaro cuando el sirviente terminó de hablar. —Por eso sin duda fue por lo que Ronquillo… Vamos, Nardo, vamos, que no hay tiempo que perder, si queremos oponernos a las maquinaciones de esa mujer abominable.

Desgraciadamente, la resistencia de los caballos no alcanzó sino a conducir a sus jinetes hasta cerca del pueblo de Peñaparda, donde, agotados y casi muertos, cayeron al suelo para no levantarse más, indiferentes a los gritos y a los golpes de Nardo.

Resignados con el contratiempo, que aunque previsto resultaba lamentable, dejaron entonces a los animales entregados a la suerte, y tras beber un poco de leche que les proporcionaron unos pastores, continuaron a pie la ruta, con la esperanza de atravesar la cadena de montes que los separaba de Fuente Guinaldo antes de que transcurriera la tarde.

Dudosos acerca de la distancia, caminaban los resueltos muchachos bajo los abrasadores rayos del sol, muertos de fatiga y de hambre, pero sin detenerse, cuando acertó a pasar junto a ellos una pareja de viejos que les indicaron que no estaban muy lejos del lugar que buscaban, previniéndoles al mismo tiempo que anduvieran con cuidado, pues habían oído decir aquella mañana que del lado de Fuente Guinaldo se oían descargas de fusilería, lo que hacía presumir que sus vecinos fueran objeto de alguna sorpresa por parte de los portugueses.

Aquellas noticias tan alarmantes sirvieron de acicate a Jenaro y a Nardo para apresurar la marcha, recobrando al punto las energías, que comenzaban a faltarles y aumentando la velocidad de su andar hasta el límite de lo posible.

Una legua más allá toparon con un carrito, dentro del cual amontonábanse varias mujeres que estrechaban contra sus pechos a varios niños, en cuyos rostros se pintaba tal expresión de terror, que Jenaro apenas si encontró palabras para preguntarles de dónde venían y qué les había sucedido.

—¡No nos maten, por favor! ¡Déjennos seguir! ¡Venimos de allá…, del pueblo! —contestó al fin una de las interpeladas, señalando a lo lejos. —¡Los bandidos…! ¡El ataque…! ¡Desde esta mañana todo arde! ¡Los que no lograron encerrarse a tiempo en la iglesia, muertos…, muertos, o…! ¡Dejadnos, dejadnos, que aún pueden alcanzar a descubrir nuestra huida, y entonces…!

Jenaro no pudo oír más, y continuó corriendo, sin volver siquiera la cabeza para enterarse de si Nardo le seguía.

Por fin, al trasponer una colina, apareció a sus ojos, muy próximo ya, el ansiado y minúsculo Fuente Guinaldo, colocado en una pequeña altura bordeada por el río Águeda y destacando en el horizonte la torre de su iglesia parroquial, que parecía insignificante al lado de las altas columnas de humo que se levantaban por varios lados del caserío hasta perderse en la penumbra que comenzaba a formar el crepúsculo de la tarde.

—¡Asesinos! ¡Miserables! ¡Aguardad! ¡Dios mío, ayúdame! ¡Dame fuerzas para llegar a tiempo y salvarlas! —gimió inconsciente Jenaro, echando a correr en un arranque sobrehumano de resolución.

Y Dios pareció oírle y sostener su ánimo en aquellos momentos supremos, pues, sin atinar a explicarse cómo ni cuándo, encontróse de pronto a la entrada del pueblo y guiado por su amor y sus sentimientos, indiferente al incendio y a las voces de los heridos moribundos, avanzó calle arriba hasta encontrarse en la plaza, que correspondía al punto más elevado del lugar, pudiendo abarcar desde allí y en una sola ojeada el desenlace de la tragedia fratricida que acababa de desarrollarse en aquellos momentos.

XXXVII

Rodeando el templo, para que nadie pudiera escapar de su interior o agrupados frente a la puerta principal, que acababa de saltar hecha astillas, gracias a los esfuerzos hercúleos de aquella banda de forajidos que nada parecían respetar, mostrábanse trescientos o cuatrocientos hombres de varias nacionalidades, con más aspecto de fieras que de personas, tanto por sus rostros ennegrecidos e imposibles de identificar como por la variedad de sus vestimentas y arreos.

Tendidos sobre el suelo, junto a ellos, en posturas violentas e inverosímiles, o retorciéndose en los espasmos de la agonía, aparecían muertos y heridos en abundancia, de quienes nadie se ocupaba, mientras allá en lo alto de la torre parroquial, enloquecidas por la pasión y el rencor, seguían disparando sus armar varias mujeres y un par de zagales, cuyos alaridos se escuchaban desde abajo.

Algo más lejos, con los ojos fijos en la derribada puerta, y como si esperasen algo, destacábase un grupo de personas a pie y a caballo, que debían ser los directores de aquella hazaña, rodeando a una amazona gallardísima, en quien Jenaro reconoció al punto a la Princesa de Ornano, bella y terrible, cual nunca se presentara a sus ojos.

Antes de que pudiera intentar nada para llamar su atención, el bandidaje que se amontonaba a la entrada comenzó a retroceder y a ensancharse para dejar paso a diez o doce hombres que adelantaban al exterior conduciendo a rastras a una mujer y un anciano que forcejeaban en vano por desasirse de sus garras.

—¡Conducidlos aquí! ¡No los toquéis! —ordenó la voz imperiosa de doña Leonisa. —¡Qu yo la vea antes de entregárosla!

Y acercando el caballo, se inclinó hacia la mujer para examinarla bien, dejando escapar un grito de sorpresa y de salvaje triunfo al encontrarse con la duquesa de Sahagún, que la miraba espantada.

—¿Eras tú, miserable? ¡Tú! —rugió, fuera de sí, la ricahembra. —¡Al fin caíste en mi poder! ¿Y él? ¿Él, dónde está?

En el mismo instante, Jenaro, lanzando un grito de furia y con sus pistolas amartilladas, saltó como un tigre al encuentro de los prisioneros, abatiendo cuanto se oponía a su paso y gritando como un energúmeno:

—¡Mi madre! ¡Mi madre! ¿Qué ha sido de ella, Serafina?

La Niña de Plata contempló atónita el espectro que en tan crítico momento se interponía entre sus verdugos, y le dirigió una mirada, una sola, pero tan dolorosa, tan llena de piedad y de cariño, que Jenaro comprendió sin necesidad de palabras su orfandad y sintió latir las alas de la muerte en torno suyo.

—No le matéis, cogedle vivo—clamó una voz cercana.

Aquella orden pareció infundir nuevos alientos al abatido mozo, que, colocándose delante de doña Serafina y don García, cual si pretendiera escudarlos con su cuerpo, principió a defenderlos contra todo el mundo, con la bravura de un verdadero león.

Doña Leonisa, víctima de los sentimientos más contradictorios, presenciaba la escena sin atreverse a ponerle fin ni preocuparse por la caída de varios de sus secuaces, que se rendían ante las armas del vencedor.

Pero la lucha duró poco tiempo. Los enemigos se multiplicaron, arrollando al héroe, y comprendiendo éste que nada podría hacer ya, irguióse por última vez, desafiando con la mirada a la ricahembra, mientras su vos recia y varonil proclamaba indomable:

—¡Viva Felipe V! ¡Muera el archiduque!

Y lo que hasta entonces no habían podido conseguir las blanduras, ni el reconocimiento, ni la ambición, consiguiólo en un segundo la desgracia, la crueldad y la muerte, identificando para siempre al hijo de doña Aldonza con la causa de los Borbones, que era la suya, la de sus amigos, la única que podía vengarle de los asesinos de su madre.

Doña Leonisa, impresionada por aquella temeridad de verdadero demente, quiso lanzar su caballo y deshacer el círculo que rodeaba al imprudente que así se jugaba la vida, pero no pudo lograrlo. Los forajidos que luchaban con Jenaro lograron por fin apoderarse de éste y taparle la boca para que no gritara más.

Alguien golpeó la cabeza del joven a fin de hacerle perder el sentido. La vista de sus ojos nublóse con un velo de sangre, que le ocultó todas las miserias del mundo; las numerosas heridas de su cuerpo cesaron de hacerle padecer, y la última sensación de que pudo darse cuenta fue la de sentirse levantado del suelo y llevado en volandas por centenares de manos que le conducían lejos, muy lejos, al mismo tiempo que un alarido inmenso resonaba en los aires pidiendo su muerte en todos los idiomas conocidos.

Buenos Aires, Abril de 1924.

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